jueves 11 de marzo de 2010
Ángeles sin alas
Félix Arbolí
H AY una frase de Shakespeare, que me hace recapacitar en aquellas ocasiones y momentos en los que protesto y me lamento ante las pequeñas contrariedades que me surgen, sin detenerme a pensar en los que con mayores pesares y angustias, son capaces de sonreír. A los que yo llamo ángeles sin alas, pues estoy convencido de que en su manera de vivir y actuar se hallan más cerca de lo divino que de lo humano. El dramaturgo inglés, contemporáneo de nuestro Cervantes, decía: “Sufrimos demasiado por lo poco que nos falta y gozamos poco de lo mucho que tenemos”. Una frase que resume de manera magistral nuestros empeños y ambiciones persiguiendo una meta más allá de las estrellas, mientras pasamos indiferentes y no valoramos lo mucho y bueno que tenemos a nuestro alrededor. Todo cuanto poseemos y podemos gozar en el día a día sin tener que esforzarnos en vuelos astronómicos y sueños irrealizables que sólo nos hacen sentir complejo de fracasados.
En estos días, hizo trece años, que moría en olor de santidad y clamor de multitud Teresa de Calcuta, la santa de las pequeñas cosas y las más grandes acciones. La personificación del Bien sobre la tierra. Una luchadora incansable por hacer felices a los que nada tienen y ya nada esperan, a costa de sus continuas exigencias y mortificaciones que ella aceptaba con la serenidad y la satisfacción de la que vive entregada a los demás. Se fue como había vivido con las manos vacías y un sencillo habito de monja católica y misionera, pero con el alma cargada de bendiciones, alabanzas y sonrisas sacadas a la cara de la tragedia. Ella si supo donde estaba la verdadera felicidad y ahora ese buen Dios que llenaba por completo sus ansias y fervores, la estará colmando de las gracias y venturas, a las que ella renunció en vida por hacer felices a los que estaban desnudos, hambrientos y abandonados a la muerte en las calles y rincones de la milenaria India. Un bonito y magnífico referente para apreciar lo maravilloso que puede ser entregarse a los demás, sin añoranzas ni vacilaciones. .
Días pasados, la joven y activa reportera Samanta Villar, me volvió a impactar con su programa “21 días”, dedicado a las personas dependientes. La he visto bajar a las profundidades de las minas de Bolivia, sumándose como una más a la legión de condenados en vida a un infierno en la tierra y una muerte prematura, para relatarnos y visionarnos sus miserias y sufrimientos; vivir jornadas de miedos y precariedades entre los ilegales africanos, compartiendo habitáculo, comida y trabajos esporádicos y mal pagados en cosechas por esos pueblos de Dios, para que el espectador se concienciara de la dura marginalidad en que se hallan por el hecho de nacer en un lugar desafortunado; desenvolverse a lo grande entre los privilegiados de la fortuna para hacernos ver la ofensiva manera de pasar sus tedios y ocios los que viven de papá o de quien sabe que turbios asuntos; hasta introducirse en el mundo de la pornografía para relatarnos sin exhibiciones, que ocultó hábilmente, ese ambiente morboso que está ahí y mueve millones de adeptos y euros. Toda una serie de circunstancias que están ahí, a la vuelta de la esquina y no nos detenemos a considerar y mucho menos conocer y comprender y Samanta, que es una excelente periodista, nos las hace ver viviéndolas en primera persona o siendo testigo privilegiada.
Soy un asiduo espectador de sus proezas y sus “milagros”, porque siempre toca un tema que te sorprende, te sobrecoge y te hace reflexionar sobre los más diversos aspectos de la vida, lo efímero y lo eterno, lo grande y lo pequeño y la belleza que a veces se esconde en el lodo de la miseria. Incluso en ocasiones, me hace sentir incómodo presenciar sus programas sentado cómodamente en el salón de casa, como si se tratara de un relato fantástico y no de una triste y cercana realidad. Gracias a sus programas me doy perfecta cuenta de que soy un ser privilegiado, a pesar de mis quejas y protestas por esos pequeños contratiempos que ella me hace ver que son simples e injustificadas bagatelas.
No sé si esta excelente periodista lo hace inconsciente o no, pero a través de sus veintiún días de experiencias, nos obliga a viajar por dimensiones que escapan a la ley de la gravedad y nos sentimos partícipes durante sus vivencias de una serie de sensaciones que nada tienen que ver con el rutinario mundo en que vivimos, porque están más cercanas a los latidos del corazón, que a la percepción de los sentidos. Nos sentimos más protagonistas que espectadores y los que somos de débil caparazón nos emocionamos y a veces humedecemos nuestras mejillas viendo las injusticias y tragedias que soportan otras personas sin refunfuño, quejas o lamentos. Un programa sin moralinas, ni torcidas interpretaciones que me ha hecho reconocer la suerte que tengo por lo mucho y bueno que poseo. Y no tengo nada de lo que ufanarme, ni méritos para sentirme un triunfador, pero miro hacia atrás y me considero un ser privilegiado. Cuentan que el hombre más feliz del mundo no tenía ni siquiera camisa y otro de sus ejemplos más universales era un ser solitario que vivía dentro de un tonel y sólo deseaba que le permitieran seguir recibiendo los rayos del sol y figuran como paradigmas de los hombres más dichosos. No es que la felicidad radique en las cosas sencillas, sino en la sencillez de aquellos que no ambicionan más de lo necesario y saben agradecer los dones recibidos en cada instante de su vida.
El programa esta vez trataba del problema de los padres o familiares que tienen a su cargo a personas discapacitadas o dependientes. Samanta se fue a pasar los veintiún días con Sonia, la joven madre de Marcos, un chico de 16 años, con una enfermedad degenerativa que va minando lentamente su organismo hasta que la parálisis le invade totalmente. Es genética y hereditaria por vía materna. Ellas la transmiten, pero sólo los varones la padecen; las hembras no sienten ni sufren sus síntomas. Esta enfermedad un auténtico calvario para sus protagonistas y familiares fue la que hizo a mi hermano un mártir en vida y un padre modelo en el recuerdo. No he visto a un hombre sufrir lo indecible sin mostrar el menor llanto o lamento en presencia de ese hijo al que adoraba y llevaba a hombros a todas partes como si fuera una mochila, una pesada mochila porque estaba llena de un amor sin límites. Se sacrificaba hasta lo inimaginable para que ese pequeño inválido, de mente lúcida y sonrisa fácil, fuera el chaval más feliz del mundo. No he visto una simbiosis más perfecta entre padre e hijo en los años que duró el doloroso peregrinaje de ese ángel herido. Ni he conocido a otro hombre capaz de renunciar a cada instante de su propia vida para dedicárselos por completo a ese hijo en que el amor y la amargura acaparaban por igual su corazón.
Juanichi, así le llamaba yo, era un alma privilegiada que Dios quiso tener pronto a su lado y era tanto su amor por el pequeño que no quiso alejarle del padre que había estado siempre con él atendiéndole y protegiéndole y en uso de su divina misericordia se lo llevó para evitarle la tristeza de su orfandad. La vida de mi hermano mayor y padrino, al que quise como al padre que no pude disfrutar más allá de mis primeros años, fue un auténtico calvario que el asumió con resignación, lleno de amor y solicitud hacia ese hijo que tanto le necesitaba y tanto le quería. Fue su amigo, su compañero de juegos, sus manos, sus pies, el causante de sus sonrisas e incluso su corazón porque cuando el del hijo dejó de latir el de mi hermano perdió su ritmo. La tragedia del pequeño minó su salud y ya no pudo recuperarse de esa ausencia. Otro puntal en esta bella página de abnegación y amor sin límites, otro ángel sin alas, mi cuñada. Una navarrica recia y fuerte que fue la causante de que mi hermano pudiera disfrutar algunos momentos de dicha y serenidad. Un talismán en la sombra que hacía notar ostensiblemente sus enormes y benéficos efectos. A ella le tocaba sonreír y dulcificar el ambiente cuando la tragedia parecía “mascarse”, aunque la procesión fuera por dentro.
Viendo el programa y observando a Marcos en su silla de ruedas, lleno de alegría y rodeado de tanto cariño y atenciones, me venía a la memoria la inolvidable imagen de mi sobrino y ahijado y su fuerza vital, su esperanza en lo imposible y su optimismo en que más pronto o más tarde pudiera llegar el esperado milagro. El del programa aún puede asistir al instituto y estudia 4º de la ESO, mi sobrino perdió esa oportunidad porque la enfermedad le llegó antes y en aquellos años no debían existir las mismas medicaciones y tratamientos. Lo recuerdo feliz y sonriente, sin detenerse a pensar o protestar el por qué sus tres hermanas podían moverse, correr y pasear y él se hallaba condenado a esa silla de ruedas. Jamás le vi sin esa sonrisa que como incienso aromatizaba el ambiente y nos hacía si no comprender, al menos percibir, que en medio de tanta desgracia y sufrimiento Dios se hallaba presente.
Estuve tentado a cambiar de canal varias veces porque los recuerdos me aturdían y emocionaban, pero tuve el valor de seguirlo hasta el final. Me admira esa reportera valiente y decidida que cuando cuenta su historia la está viviendo con toda la sobrecarga de su dramática realidad. Impactante el partido de fútbol que jugó Marcos en su silla de ruedas con los compañeros de clase y los dos goles que marcó impulsando al balón con esa especie de bastón que suplía sus inmóviles piernas. Indescriptible su enorme alegría y gritos de entusiasmo, coreados por los espectadores, compañeros y familiares, que le aplaudían y aclamaban. Cuando regresó a su casa lo contó a su madre eufórico y orgulloso de su proeza y ésta, a solas en la cocina con la reportera, comentaba emocionada y satisfecha que ver a su hijo feliz la compensaba de todos sus esfuerzos y su constante dedicación durante las veinticuatro horas de cada día, a excepción de las horas de clase que ella aprovechaba para trabajar y sacar las pesetas que necesitaba para el sustento familiar. Una vida totalmente entregada a tan dura y estresante labor día y noche, porque cada dos horas de sueño tenía que despertarse para cambiar de postura el cuerpo inerte de su hijo. Y esa mujer, esa madre coraje, aún era capaz de reír, gastar bromas a su huésped accidental y plantarse ante un espejo para cuidar su aspecto, resaltando la belleza y lozanía que a pesar de su sacrificada existencia aún conservaba. Me admiraba el optimismo y entusiasmo que derrochaba el chaval a lo largo de esos días televisivos. Sorprendente el espíritu y aguante de Samanta cuando se hizo cargo de su atención, mañana, tarde y noche y se confesaba estresada y molida en sus soliloquios ante la cámara.
Magnífico y digno programa que a más de uno, no lo dudo, le habrá hecho reaccionar, pensar y actuar de distinta manera a como lo hacía anteriormente. Lo que no es aceptable bajo ningún concepto es que esta madre lleve esperando dos años la ayuda económica que los Asuntos Sociales le deben legalmente. Inadmisible y detestable, mientras se atienden otras ayudas innecesarias y hasta vergonzosas. Mi sincero homenaje de admiración a los tres protagonistas de esta emocionante historia: Marcos, un chaval vencido por la fatalidad, pero pletórico de simpatía y optimismo; Sonia, una madre todo corazón y fortaleza, capaz de sonreír en medio de la tragedia y Samanta, la periodista sin fronteras, que planta cara al miedo, al dolor, la angustia y al esfuerzo físico casi sobrehumano, en aras de una profesión que ella dignifica y ejemplariza.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5600
jueves, marzo 11, 2010
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