jueves 12 de marzo de 2009
Apuntaciones sobre la colonización española
Antonio Castro Villacañas
D URANTE muchos años, más de dos siglos, ha estado vigente en el mundo una campaña en contra de la colonización española de América. Consistía en propagar por todos los medios posibles y en todos los escenarios políticos y sociales que España, utilizando su potencia naval y su fuerza bélica, invadió a finales del siglo XV el continente americano, poblado por débiles tribus indígenas, se apoderó de los distintos reinos o estados vigentes en los distintos territorios, y los saqueó y explotó a lo largo de los tres o cuatro siglos siguientes, desde 1492 hasta 1898...
Salvo contadas y maravillosas excepciones españolas y extranjeras, nadie cuestionaba tan injusta tesis por dos fundamentales razones. En primer lugar porque algo por el estilo era lo que el hombre venía realizando desde los comienzos de su historia, cuando Adán tuvo que salir del Paraíso Terrenal y ponerse a trabajar la tierra. El mito de Caín y Abel demuestra que el fuerte siempre se ha aprovechado del débil y que éste, colonizado, se ha resignado y en consecuencia ha aceptado tan injusta realidad como algo inevitable, consustancial y propio de la naturaleza humana. Y en segundo término porque esa clase de colonización era la que habían llevado a cabo, con ligeras variantes, todos los pueblos del mundo a lo largo de la historia humana, originando con ella la formación de nuevos pueblos, que de colonizados pasaron a ser colonizadores llegado el momento oportuno, y era lo que con ligeras variantes estaban haciendo en aquellos siglos y en América y en África -mientras criticaban a los españoles- los demás pueblos europeos que podían hacerlo.
El descubrimiento, la conquista y la colonización de América por los europeos introdujo en ese tradicional hecho histórico una importante variante: la de que por primera vez el colonizador, movido por razones religiosas fundamentales para su cultura, cuestionó la legitimidad de su acción y la sometió a normas de conducta. Teólogos, juristas y políticos se enzarzaron pronto en debates sobre la justificación de las conquistas que acababan de hacerse o se estaban realizando, y sobre cómo se debía realizar o hacer la colonización que acababa de emprenderse. La hispánica empresa de conquistar y colonizar América dejó para siempre de ser un mero conjunto de fuerza y rapiña -subsistente siempre a lo largo de 300 años- para ser sobre todo una misión civilizadora y evangelizadora: lo que de verdad importaba no era conquistar el poder y utilizarlo para obtener más y más riquezas, sino transformar el poder para que fuera la herramienta necesaria en la gigantesca empresa de humanizar -desanimalizar- a cuantos vivían en un estado casi fetal, primitivo, desprovisto de los recursos vitales que España y los españoles habían conseguido desde hacía siglos gracias a la cultura greco-romana y el cristianismo.
Para que este objetivo llegara a ser realidad era imprescindible establecer como hecho indiscutible, científico, que el indígena recién descubierto debía ser colonizado, educado, porque carecía de los conocimientos y de las luces indispensables para juzgar por sí mismo lo que más le convenía hacer una vez llegado el momento del encuentro y enfrentamiento con un ser semejante y superior. El indígena era un ser desvalido y primario -un niño-cuyos intereses y conveniencias eran -fueron- mejor percibidos por quienes le habían descubierto y que a partir de ese hallazgo tenían el deber y la responsabilidad de tutelarle y educarle desde una forma de autoridad más benévola que despótica.
Las empresas coloniales europeas no hispánicas prescindieron desde el primer momento, y sobre todo a partir del siglo XIX especialmente en Asia y Africa, de ese escrúpulo de justificación religiosa y ética que siempre tuvo España, por lo que invadieron y ocuparon territorios muy desiguales entre sí respecto de sus niveles culturales y religiosos, y empezaron a explotarlos de inmediato, sin otra preocupación que la de apropiarse de sus riquezas minerales y vegetales para utilizarlas como materias primas en sus industrias, la de ampliar el mercado de sus productos industriales, o la de contrarrestar el crecimiento y subsiguiente poderío de sus rivales europeos.
El resultado de tan contradictorias colonizaciones es evidente: en Hispano -América persisten por lo general los pueblos indígenas que en su mayoría han mejorado mucho su condición de vida, compartida en su práctica totalidad con blancos y mestizos. En las antiguas colonias anglosajonas, francesas, belgas u holandesas, los primitivos pueblos indígenas han sido prácticamente exterminados (el ejemplo más notorio nos lo dan los Estados Unidos y Australia), casi no existen mestizos y está muy distanciada la forma y la condición de vida que protagonizan los herederos de quienes colonizaron o fueron colonizados.
Otra evidencia -ésta de índole político- también juega a nuestro favor en la competición de índole social que analizamos: aunque no se puede negar que Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda son más gobernables y están mejor gobernados que todos y cada uno de los pueblos que forman Hispanoamérica, también es verdad que los hispanos superan por lo general en gobernabilidad activa y pasiva a casi todos los pueblos africanos y asiáticos que durante mas de un siglo estuvieron colonizados por otros pueblos europeos.
Conviene tener todo ello en cuenta, y utilizarlo cuando sea necesario, para contrarrestar la muy extendida idea de que Bélgica, Francia, Holanda e Inglaterra fueron mejores colonizadores que España.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5102
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