lunes, marzo 23, 2009

Paulo Coelho, El votriolo o la amargura

lunes 23 de marzo de 2009
El votriolo o la amargura

En mi libro Veronika decide morir, cuya historia transcurre en un hospital psiquiátrico, el director elabora una tesis acerca de un veneno indetectable que va contaminando el organismo con el paso de los años: el vitriolo.

Al igual que el organismo segrega la libido (el líquido sexual que el doctor Freud identificó, pero que ningún laboratorio consiguió aislar jamás), el vitriolo se genera cuando un ser humano está bajo los efectos del miedo. La mayoría de las personas afectadas logra identificar su sabor, que no es ni dulce ni salado, sino amargo, de donde viene que las depresiones se asocien indisolublemente con la palabra `amargura´.

Todos los seres humanos tienen amargura en su organismo –en mayor o menor proporción–, así como casi todos tenemos el bacilo de la tuberculosis. Pero estas dos enfermedades sólo atacan cuando el paciente está debilitado y, en el caso concreto de la amargura, el terreno para el desarrollo de la enfermedad está abonado cuando previamente ha germinado el miedo a lo que se conoce como `realidad´.

Ciertas personas, movidas por el afán de construir un mundo en el que no pueda penetrar ninguna amenaza externa, fortifican exageradamente sus defensas contra el exterior (gente desconocida, lugares nuevos, experiencias diferentes) y dejan el interior desguarnecido. Partiendo de esta situación, la amargura comienza a causar daños irreversibles.

El principal objetivo de la amargura (o vitriolo, que diría el médico de mi libro) es contaminar la voluntad. Las personas que sufren este mal van abandonando sus deseos, y al cabo de pocos años ya no consiguen salir de su mundo, pues gastaron enormes reservas de energía construyendo unas murallas altísimas con la intención de que la realidad fuese como habían deseado.

Al evitar los ataques desde el exterior, están limitando también el crecimiento interno. Siguen yendo a sus trabajos, viendo televisión, quejándose de los atascos y teniendo hijos, pero todo eso ocurre de manera automática, sin llegar a entender bien por qué actúan de esta manera –al fin y al cabo, todo está bajo control–.

El gran problema del envenenamiento por amargura consiste en que todas las pasiones (odio, amor, desesperación, entusiasmo, curiosidad) dejan también de manifestarse. Transcurrido algún tiempo, ya no le queda al amargo ningún deseo. No tiene ganas de vivir ni de morir. Éste es el problema.

Por eso, para los amargos, los héroes y los locos resultan siempre fascinantes: porque no tienen miedo de vivir ni de morir. Tanto los héroes como los locos son indiferentes ante el peligro y siguen adelante, aunque todo el mundo les diga que no deben hacer determinada cosa. El loco se suicida, el héroe se ofrece al martirio en nombre de una causa, pero ambos mueren, y los amargos se pasan muchos días y muchas noches comentando lo absurdo y lo glorioso de ambas acciones. Ése es el único momento en que el amargo tiene fuerzas para encaramarse a su muralla de defensa y mirar un poquito hacia el exterior, aunque muy pronto se le cansan las manos y las piernas, y regresa a su vida cotidiana.

El amargo crónico sólo nota su enfermedad una vez por semana: las tardes de domingo. Entonces, al no estar trabajando o inmerso en la rutina que alivia los síntomas, se da cuenta de que algo no va bien. Nada bien.

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