jueves 12 de marzo de 2009
Del español y los negocios
Ricardo Navas-Ruiz
A L leer este título, más de un lector quizá se imagine que voy a escribir de la actitud de los españoles ante los negocios o de su capacidad para realizarlos. Nada de eso. Español aquí se refiere al idioma de parte de la Península Ibérica, ese español, para algunos castellano, tan traído y llevado estos días en corrillos y prensa: que si corre peligro, que qué disparate no enseñarlo a catalanes y vascos, -pobrecitos lo que se pierden-, que qué mal lo usamos sus hablantes. Y negocios son negocios. Los términos han sido unidos en un congreso celebrado a fines de noviembre en Salamanca bajo ese marchamo en el que se examinó cómo cabe hacer o potenciar negocios con el español desde la enseñanza académica al turismo, la hostelería y no sé qué más. Hay que precisar que se habla del español para extranjeros o, según se dice, como segunda lengua. Sesudos e ilustres profesores, políticos y negociantes han debatido durante tres días tan substancioso problema.
Al que Dios se lo da, san Pedro se lo bendiga. Ojalá que lluevan dólares o euros o yenes o cualquier otra cosa que huela a dinero sobre las instituciones implicadas, sobre los que han pensado tan feliz idea, sobre sus ejecutores. Como profesor de español que me ha tocado ser por esos mundos de Dios o del diablo, no dejan de ocurrírseme algunas reflexiones sobre esa relación que, por supuesto, se sitúan muy al margen de las propuestas del congreso salmantino. Es la menos importante darme cuenta al cabo de los años de lo tonto que he debido de ser pues nunca se me ocurrió hacer negocios con mi profesión, aunque no dejé de ganar honorarios por enseñar o dar conferencias, - faltaba más -, muy lejos siempre de lo que se llama sueldazo. Y no se tome a queja, que fui muy feliz con la carrera que escogí.
La enseñanza del español a los extranjeros ha sido siempre, por supuesto, un negocio más o menos evidente tras su apariencia de noble empresa académica. No me refiero en modo alguno a las numerosas cátedras universitarias o de instituto que en Estados Unidos, Europa, diversos países como Japón y Brasil, se dedican a satisfacer los requisitos del currículo de lenguas extranjeras, entre ellas, el español. Para ellas sólo cabrían elogios sin restricciones por la hermosa tarea de dar a conocer idiomas y culturas del mundo y fomentar el entendimiento entre naciones. Me refiero a instituciones académicas, a centros de enseñanza, a particulares incluso, que a la sombra de aquéllas y para satisfacer el imperativo de aprender el idioma en su salsa, han proliferado en lo que a nuestra lengua se refiere en España y los países hispanos.
Ese negocio implicó siempre e implica hoy cuatro elementos imprescindibles. Primero se necesita una institución o escuela acogedora, ya sea una universidad, ya sea una academia. Los anuncios de cursos de español para extranjeros se multiplican en todas las ciudades con reclamos muy curiosos: hable español junto al mar, arte y tradición, el mejor español al pie de un volcán. A continuación se impone un libro de texto. Vayan a cualquier librería y ya verán que hay dónde escoger. Algunas los clasifican como a los hoteles con estrellas. Por supuesto no puede faltar un profesor. Y finalmente, no lo menos importante, se ofrece una residencia de estudiantes o una casa de familia para hospedar al moderno peregrino de la lengua. Todo eso mueve dinero, mucho, y no siempre cristalino; pero allá cada uno con su negocio. Uno quisiera que todo fuese menos negocio y más enseñanza; pero de ideales no se come.
Ese negocio, o digamos más dignamente, esa enseñanza, no es cosa de hoy. No creo que exista una historia de la enseñanza del español para extranjeros. Sería muy interesante poder observar su proceso histórico dentro y fuera de España. Remontándose a los orígenes, quizá habría que llegar hasta el siglo XVI cuando Carlos V lo internacionalizó y se puso de moda en Europa o cuando paralelamente los colonizadores de América se lo impusieron a los nativos. Fue un poco antes muy a propósito y previendo lo que venía, cuando Nebrija acuñó aquello de que la lengua es compañera del imperio en su “Gramática” [1492]. Esa historia aportaría datos muy curiosos y ayudaría a comprender las razones que han llevado al florecimiento actual que maneja efectivamente millones. No debería faltar en ella como testimonio significativo la anécdota de Cervantes en el prólogo de la segunda parte del “Quijote,” - él tan anticipador siempre.- Según cuenta con su sereno humor, el emperador de la China quería crear un Colegio Español en el que él mismo sería profesor y su inmortal novela libro de texto.
¡Quién le iba a decir al pobre manco que, andando el tiempo, habría por el mundo institutos con su nombre para enseñar español, que posiblemente no lo habrían contratado por carecer de títulos! Porque a la vista del éxito del español como negocio surgieron, en efecto, siguiendo a otros centros ya famosos y muy acreditados como la Alliance Francaise o el Intituto Goethe, los Institutos Cervantes en numerosas ciudades extranjeras. No voy a extenderme en las bondades o maldades de los mismos, que lo uno podría parecer lisonja y lo otro envidia. Pero no me parece desacertado aducir una opinión, muy ponderada como casi todas las suyas, de Luis María Ansón [“El Cultural de El Mundo,” 13/19 noviembre 2008]: “Desde hace unos años, los Institutos Cervantes, además de despilfarrar el dinero de los contribuyentes, hacen como si hacen para impulsar el estudio del español. Algunos funcionan bien, otros son la madriguera de parásitos que viven a costa del presupuesto sin dar golpe, rodeados de suntuosidades, viajes gratis total y vacaciones prácticamente perpetuas.” No tengo datos de la verdad o falsedad de tales afirmaciones; pero mucho me temo que toda institución oficializada corra esos peligros. Así, por ejemplo, y otra vez en torno al español, para instituciones parasitarias ahí esta esa pomposa Real Academia de la Lengua; pero esto es otro cantar.
En realidad, estos institutos Cervantes son fruto tardío de la enseñanza del español para extranjeros. Se les anticiparon muchas universidades y academias particulares. Pero gracias al generoso presupuesto del Estado, intentaron de un lado una dimensión mundial frente a la obligatoriamente local de aquéllas y recurrir de otro a los más modernos medios de difusión con amplio uso de la informática. Ese congreso salmantino de noviembre parece un esfuerzo por no quedarse atrás, por proyectar hacia un ámbito universal y dar nueva vida a los viejos y prestigiosos cursos de español de la Universidad. Después de todo fueron pioneros en España allá por los setenta en muchos aspectos, cuando apenas nada existía, con programas como “La España profunda,” y el que, si alguien no me contradice, fue el primer master conjunto de una universidad americana, la de Virginia, y otra española, la de Salamanca. Nunca entendí por qué se dejaron de ofrecer.
El propósito es muy digno de elogio. Pero se han hecho algunas propuestas que no dejan de inquietarme. Entiendo que las exigencias del marketing obligan a recurrir a algunos eslóganes llamativos. Pero hay que tener cuidado de no exagerar ni buscar aquellos que pueden suscitar suspicacias e incluso envidias declaradas. Mucho más se ha de evitar lo que raya en la inexactitud y puede perjudicar una causa justa. Me refiero a la iniciativa de designar a Salamanca capital del español y capital de la lengua. Fue Salamanca otrora universidad famosa, pero cayó en larga decadencia de la que apenas está logrando salir. Su pasado ofusca a veces peligrosamente su presente. Y éste me parece el caso.
¿Cómo puede ser una ciudad capital del español o de la lengua? Capital implica ser centro administrativo y político de una región, de un estado, de un imperio. No se concibe cómo un idioma, fenómeno esencialmente simbólico y ajeno a ordenamientos jurídicos, puede tener capital. ¿Quiere decir esa expresión que Salamanca va a dictar las normas del buen decir, que va a gobernar nuestro idioma como antaño Madrid el Imperio? En una época en que desde hace tiempo la Lingüística ha proclamado la igualdad jerárquica de los dialectos, ¿será, como le oí decir a una maestra salmantina, que sólo vale el castellano de aquí, que déjense de decir carro y saco, y vengan a aprender donde se dijo lo de Salmantica docet? No sé, no sé, puestos a establecer capital, ¿por qué no Buenos Aires, o Bogotá, o la ciudad de México, con x por supuesto? ¿Qué pensará un porteño, o un catalán, un hispanohablante en fin de cualquier territorio, cuando le digan que el español tiene una capitalidad? Por algo será que, por lo que me consta, ningún otro idioma ha proclamado tener capital, ni siquiera el francés con lo bonito que sería decir: voy a París, capital del francés.
Mucho menos se justifica lo de Salamanca, capital de la lengua. Para empezar habría que especificar cuál porque lenguas hay muchas desde la de vaca a la de ahorcado y por supuesto la que hablamos. Se quiere justificar el epíteto por la existencia de una supuesta escuela lingüística de la Universidad de Salamanca. Aquí enseñaron sin duda Nebrija y el Brocense, pero cada uno en su tiempo y a su manera sin crear escuela. Luego ha habido profesores ilustres; pero difícilmente podría afirmarse que aquí se hizo progresar la materia decisivamente como un Saussure en Ginebra o un Chomsky en Boston.
Pero volvamos a los negocios, que Dios me libre de criticar ni la ciudad ni la universidad de Salamanca, las dos entrañablemente dentro de mi corazón. Simplemente me duele que un provincialismo mal entendido las transformen en un posible objeto de burla. Asistimos en todo el mundo, en España y los países hispanos para el español, a la transformación de la enseñanza de los idiomas de un negocio espontáneo, un tanto anárquico y libre como la lengua misma, en un negocio institucionalizado, encomendado a organizaciones, algunas del Estado, y regulado codiciosamente para eliminar competidores en nombre de una supuesta calidad. El proceso parece imparable. Ojalá que sea un proceso abierto y limpio, a prueba de acusaciones y sospechas, absolutamente profesional. Y ojalá que a su sombra sigan proliferando humildes academias en lugares pintorescos, Antigua, San Miguel Allende, Córdoba, donde los estudiantes, además de estudiantes, se sientan parte de una familia acogedora y amable.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5098
jueves, marzo 12, 2009
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