jueves 25 de febrero de 2010
Una mirada al pasado
Félix Arbolí
E N el ámbito social y familiar la “suegra” suele ser la frecuente protagonista de nuestros chistes y la responsable en gran medida de las desventuras en la vida de la pareja. Es el personaje más “vapuleado” en anécdotas y tertulias de los componentes de una familia y a ella achacamos casi todas las dificultades matrimoniales que podamos atravesar. Reconozco, aunque tarde ya, que ejercer de suegra no es plato de buen gusto. La mía hace dos años que nos abandonó un catorce de febrero, el mismo día y con la diferencia de treinta y tres años que lo hizo su marido. A sus ochenta y muchos años, no lo recuerdo muy bien, y gozando de sus facultades mentales, fue al encuentro de su único y definitivo amor. Curiosamente un día de San Valentín. Ese hombre que desde los l8 años, en plena guerra civil y ocultando su matrimonio eclesiástico para evitar posibles represalias, le hizo experimentar sus primeras sensaciones como esposa y como madre, tras unas cortas relaciones más llenas de sobresaltos y escaramuzas en el Madrid de la guerra, que de amoríos tras la ventana o bajo la atenta mirada de la indispensable “carabina”. Ella nos contaba que para ir a verla algunas tardes tenía que atravesar con enormes precauciones las distintas facciones militares y milicianas apostadas en diferentes lugares de la capital, ya durante el asedio nacionalista, temiendo ser detenido y obligado a dar una consigna que él desconocía o verse ante el paredón. El fue obligado a alistarse en el ejército, aunque formaba parte de la Falange clandestina.
Cuando conocí a mi suegra, meses antes de nuestra boda, me encontré a una joven mujer de 42 años, llena de vida y alegría, cariñosa y atenta en exceso, que me acogió como a un verdadero hijo desde el mismo instante de mi presentación. Se empeñó y accedí, porque advertí su decidida postura a no claudicar, a que cenara en su casa todas las noches, cuando acompañaba a Maribel en su recogida, –nueve y media de la noche-, para no tener que hacerlo en el restaurante o pasar tanto tiempo solitario. Su simpatía personal y cariñosa acogida me hizo sentirme cómodo y acepté. Era una señora encantadora y fácil de hacerse querer y más en mi caso, acostumbrado a tantos años de soledad, pensiones y restaurantes. Recuerdo que allí, mientras “pelaba la pava” en familia, me reía con sus bromas y me quitaba el hambre que había sido una amenaza casi constante en mi vida algo crápula, escribía y preparaba la famosa encuesta que fue el primer trabajo que me publicaron en el diario “Pueblo”, durante veinte días seguidos y en las páginas centrales del periódico. Hasta me entrevistaron en Radio Nacional de España sobre la misma. Fue, lo reconozco, un impacto tremendo y una manera digna de presentarme como periodista ante la prensa madrileña. En los tres meses de relaciones que mantuve con mi mujer antes de la boda engordé cerca de diez kilos, debidos a sus empeños y cuidados porque decía que estaba excesivamente delgado. No me extraña con tanto vagabundear y tan poco comer durante los años anteriores.
Fue una mujer enormemente enamorada de su esposo, una madre que siempre estaba al quite con las posibles travesuras o pequeñas locuras de sus hijos y una abuela a la que adoraban sus nietos, mis tres hijos, que jamás la olvidarán como una de las personas más entrañables de su vida. A ellos ni el paso del tiempo y sus nuevas familias formadas, les ha hecho olvidar esa abuela maravillosa que les tocó en suerte y que he de afirmar se desvivió con exceso por cada uno de ellos. Era una suerte y una delicia para cualquier yerno, que me hizo sentirme siempre querido y protegido en esos primeros y torpes años de vida matrimonial.Llegué a querer a esta mujer como a una madre, pues la mía se hallaba a varios cientos de kilómetros y además sabía hacerse querer y necesitar. Hasta mi madre la encomiaba y me hacía ver la suerte que había tenido con unos suegros tan cariñosos y excepcionales.
Cuando mi suegro enfermó y le diagnosticaron un cáncer incurable, todo el entramado familiar se vino abajo. Sólo duró una semana desde que lo internaron. Era un tanto cabezota y no quería que le viera el médico, ni hacerse chequeos, a pesar de que su aspecto físico y fatigoso así lo recomendaran. Los siete días de internamiento en la UCI, permanecí sin salir del hospital acompañando a mi suegra, mujer y cuñados. Rezando y esperando un milagro que desafortunadamente no se realizó y perdí al hombre más importante de mi vida, junto a mi hermano mayor y padrino Juan Josë, que fueron los dos únicos padres que disfruté a lo largo de mi vida. Con su muerte la orfandad se hizo general y ostensible. Era de esos hombres que dejan una huella imborrable de bondad, generosidad y admiración entre cuantos le conocen y tratan. Tanto fue mi dolor y llanto durante su entierro que estuve a punto de caer a la fosa en una especie de vahído que tuve y a la oportunidad de un familiar que me contuvo a tiempo. Nunca he llorando tanto por una persona. Su fallecimiento fue tan sentido en el barrio que cerraron los comercios del entorno en el instante de sacar al féretro de su casa, ya que entonces no existían los tanatorios.
La muerte de ese hombre único amor en su vida, fue para mi suegra un desastre moral, psíquico y físico enorme. Perdió su constante sonrisa, sus ganas de bromear y sus paseos más allá de la iglesia para asistir a la misa dominical. Con los únicos que intentaba disimular su tremendo dolor y angustiosa soledad era con sus nietos. A ellos nunca le faltó su constante dedicación y entrega para que mientras estuvieran con ella, que fueron muchísimas veces, no les faltara de nada, ni se encontraran tristes o disgustados. Jamás podré pagarle tanta generosidad y devoción dedicada a mis hijos.
Vivir con ella intentando mitigar su dolor y llenar su soledad, fue una decisión que posteriormente me pesó en más de una ocasión y amargó algunos de mis días, ante el brusco cambio experimentado por esta mujer que no supo sobrellevar su pena y la ausencia de ese hombre. Se hizo algo cosquillosa, celosa del cariño de su hija que ella creía me daba en exclusiva y con un torpe complejo de pensar que ya no tenía motivos para vivir aspirando a ser feliz. Fue un cambio tan radical, que ahora pienso no supe comprender y asimilar. Chocábamos algunas veces y cuando intentaba reparar mi posible culpa y ofrecerle mi afecto, ella no lo entendía y me dejaba cortado. Sentía el complejo de que era un estorbo en nuestra vida conyugal y se sentía marginada sin que nada ni nadie le quitara esas manías de la cabeza. Se fue aislando poco a poco de nuestras conversaciones, que ella achacaba a la sordera, la misma excusa que utilizaba para recriminarnos que hablábamos de ella, cuando sólo comentábamos la película de la “tele” y veía buitres volando donde sólo podrían verse inocentes gaviotas. Su viudedad y tragedia la cogieron desprevenida y al ser mujer que no había tenido muchas oportunidades de hacer frente a la vida en solitario, la hizo aún más infeliz y un tanto desconfiada con los que menos debía. En honor a la verdad no fue del todo placentera nuestra convivencia en sus últimos años y en muchas ocasiones no pusimos ambos de nuestro parte todo lo que debíamos. Reconozco ahora mi posible culpa al no haberme adentrado en su mundo y en su desgraciada soledad y haberla tratado con mayor generosidad y desprendimiento. Era difícil muchas veces mantener las promesas y en algunas ocasiones no supe estar a la altura que por sus circunstancias de edad y desamparo se encontraba. Ahora me pesa, aunque no me remuerda la con ciencia de que la haya hecho sufrir a propósito o a sabiendas.
Me doy cuenta que no fui el yerno soñado, porque no supe adaptarme a su brusco cambio de carácter, manera de pensar y objetividad para reaccionar. No me sentía cómodo con sus desplantes, –posiblemente por la edad-, ni sus egoísmos de mujer mayor y excesivamente martirizada por la vida. A su padre y hermano mayor los sacaron de su casa ya de noche para una checa y no volvieron a saber nada más de ellos, pues cuando iban a preguntar,los milicianos se mofaban y las provocaban sin darles más explicaciones. Socialistas y comunistas eran sus “cocos particulares” y se ponía furiosa y tremendamente nerviosa cuando veía a Carrillo o la Pasionaria aparecer en la televisión, tras la llegada de la “democracia”. Yo intentaba calmarla, hablándole de nuevos tiempos, de concordia, de paz y armonía entre todos los españoles, pero ella seguía viendo al mismo diablo en las apariciones de esas figuras que tan angustiosos momentos les hicieron vivir. Era un sentimiento imposible de desterrar de su amargado corazón. Franco tenía para ella la aureola de su santo salvador, como a gran mayoría de familias que tuvieron que pasar la guerra en Madrid. Más aún en su caso viviendo frente al cuartel general de la Pasionaria, en los salesianos de Atocha. Desde su cuarto piso advertía el movimiento de idas y venidas de milicianos con prisioneros o en camionetas para sacarlos de sus domicilios. Ellos eran familiares de un ejecutado y no deberían sentirse muy cómodos y seguros viviendo en esa proximidad con el enemigo. Hay sentimientos que se profundizan tanto y nos hieren tan hondo que ni en dos vidas que se vivieran podrían desaparecer y en el caso de mi suegra fueron muchos y excesivamente dolorosos.
Murió también en el plazo de una semana, desde que la ingresaron de urgencia en el hospital. Al principio no parecía tan grave y definitivo, pero hubo una intervención quirúrgica y una consecuencia inesperada de la misma y su muerte se hizo inevitable y rápida. Fui a verla con mi mujer un mediodía, ya que no me dejan visitar hospitales con enfermos de gravedad o posible contagio ,- no por parte de ella-, y ya no podía hablar. Me entró una enorme tristeza verla mirándome sin poder hacer gesto alguno y de forma instintiva sólo pude hacerle sobre la frente la señal de la cruz, mientras le hablaba de que la queríamos y deseábamos tenerla cuanto antes de regreso a casa. No apartaba sus enormes ojos abiertos de mi cara. Ignoro si pensaba o intentaba decirme algo. No pude resistirlo mucho tiempo y para evitar que ella se diera cuenta, besé mis dedos, rocé su frente y me aparté de su cama hecho una calamidad. Esa madrugada, cogí yo el teléfono, nos avisaron que acaba de morir. No esperaba que fuera tan pronto, ni que su ausencia sea tan constante en mis noches y días cuando no la veo moverse por la casa. Hoy con este sencillo pero sincero artículo quiero dedicarle mi homenaje de cariño que aunque sé que ella no lo recibirá, si acallará los gritos que a veces conturban mi conciencia.
http://www.vistazoalaprensa.com/contraportada.asp
jueves, febrero 25, 2010
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