martes 9 de marzo de 2010
LISBOA
Visité Lisboa en vísperas de su Exposición Universal, hace ya muchos años, y me tropecé con una ciudad patas arriba, desmantelada por obras colosales que perturbaban su indolencia de siglos y atronaban el aire con el estrépito de las perforadoras. Esta visión de Lisboa asediada por los ejércitos del Progreso que todo lo iguala y desvirtúa me amedrentó un poco, y desde entonces no había regresado, temeroso de no volver a encontrar la ciudad que yo amaba, esa ciudad de belleza ajada que se resistía a convertirse en un suburbio más de la aldea global. Porque de Lisboa me interesaban su cosmopolitismo provinciano, su grandeza desvencijada, su condición de gran ciudad refractaria a las urgencias de la moda, impermeable a las novedades chabacanas, como sostenida en el milagro de una luz que parecía proceder de otro siglo. Una luz que envolvía los edificios, que trepaba por las calles empinadas, que entraba de puntillas en las librerías de viejo y en las abacerías, para hacerse indolente y ajena a esas liturgias de la prisa que han demolido el encanto de tantas otras ciudades. El entusiasmo urbanístico parecía haber barrido todo aquel bendito encanto lisboeta; y una ciudad en la que uno podía sentirse poeta de incógnito (o poeta disfrazado de heterónimos) parecía condenada a convertirse en una ciudad como tantas otras –escenarios móviles de nuestra ansiedad viajera–, en donde uno apenas se siente un prosaico turista.
No había vuelto a Lisboa desde entonces, medroso de descubrir que también ella había sucumbido a esa avalancha de vulgaridad orgullosa –la vulgaridad de los nuevos ricos, o de los pobres que se resisten a serlo– que uniformiza tantas ciudades, sepultando su alma bajo toneladas de cosmética modernidad, hasta convertirlas en repeticiones tediosas de un mismo patrón. Pero Lisboa ha sabido sobrevivir a ese turbión de aborrecible y arrasadora chabacanería; ha sabido preservar, después de la convalecencia, esa personalidad distintiva que ensancha los pulmones del alma, haciendo sentir al viajero la impresión de estar zambullido en una vida verdadera, y no en un sucedáneo o remedo de vida. En Lisboa siguen las librerías de viejo, que crujen como barcos a punto de zozobrar, acongojadas por el peso de la letra impresa que se va decantando hacia el olvido. En Lisboa siguen los tranvías sonámbulos, subiendo las cuestas de adoquines con un traqueteo exhausto y recogiendo por las esquinas a pasajeros que se niegan a pagar peaje. En Lisboa siguen, como numantinos restos de un naufragio, los borrachos que divagan líricamente para estupor de los turistas, los mendigos locos que instalan su campamento portátil en el atrio de las iglesias, los locos que increpan a los transeúntes y profetizan el apocalipsis, mientras el cielo se pone cárdeno y el Tajo se inflama de pecados que buscan la absolución del océano. En Lisboa siguen, a poco que el viajero se aparte de las calles más ajetreadas, esas botillerías y tiendas de ultramarinos de escaparates en los que se hacinan las mercancías más abigarradas, como bazares que conservaran esencias llegadas de un mundo que se va, o quizá de un mundo que ya no existe, o de un mundo que nunca existió. Porque Lisboa es quizá la única ciudad del mundo que posee la virtud de reconciliarnos con geografías imaginarias, con mundos que sólo existen en nuestras ensoñaciones, cobijados por lecturas trasnochadas y anhelos dormidos que no aciertan a expresarse.
En esas tiendas de ultramarinos de Lisboa, el visitante tiene que agacharse, para evitar que su cabeza golpee con los bacalaos en salazón que penden del techo, como estandartes de la cuaresma. Se respira allí un aroma casi subterráneo, como de gruta que destila un agua de propiedades milagrosas, como de almacén donde se guardan especias venidas de ultramar. Las cajas de fruta rezuman una carnalidad magullada y barroca; las latas de conserva, alineadas en las estanterías, se sostienen en un costoso equilibrio que tiene algo de reto a los temblores sísmicos; las botellas de vino oporto, refugiadas en una alacena, duermen un sueño dulcísimo y crían un poso de siglos, o quizá sea que almacenan la sangre licuada de algún santo lisboeta. Cuando llega la hora del crepúsculo, los bacalaos en salazón, dormidos como murciélagos pálidos, perfuman el aire con un aroma pobre y ancestral, nutritivo y reparador, que se ofrenda sin pedir nada a cambio. Al volver a respirar ese aroma, después de tantos años, he vuelto a sentir el modesto, pugnaz, irreductible latido de la vida discurriendo por mis venas.
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martes, marzo 09, 2010
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