miercoles 29 de marzo de 2006
LA LUCHA POR LA LIBERTAD
El consenso de la muerte
Por Marcelo Birmajer
Diariamente nos enteramos de que un nuevo ataque terrorista, producido por uno o más terroristas fundamentalistas islámicos, se ha cobrado la vida de civiles iraquíes. Las cifras diarias oscilan entre las decenas y centenas de muertos. No se trata de una escalada militar contra blancos militares, con muertos civiles colaterales, sino de la exacta definición de terrorismo: un ataque destinado a cobrarse las vidas de civiles inocentes e indefensos, incluyendo niños, ancianos y mujeres.
La respuesta consensuada a esta masacre interminable, en buena parte de la prensa, suele ser culpar a Estados Unidos. ¿Acaso los líderes norteamericanos desean que los terroristas aniquilen a los iraquíes? ¿Los alientan de algún modo? Por supuesto que no. El principal cometido de los soldados norteamericanos en Irak es detener a los terroristas. ¿Cuál es la lógica, entonces, por la cual se acusa a los norteamericanos de los asesinatos que diariamente ejecutan los terroristas islámicos contra los iraquíes indefensos? Es la lógica del odio a la democracia y a Estados Unidos, que ni repara en las vidas humanas ni le importan: es el consenso de la muerte.
Hay una ligazón invisible, pero concreta, entre la prensa del falso progresismo y los terroristas islámicos: ambos están más ocupados en odiar a Estados Unidos que en respetar la vida de los iraquíes.
La llegada de los norteamericanos a Irak no desató una matanza indiscriminada de iraquíes: esta matanza había comenzado, por lo menos, desde el ascenso de Sadam Husein al poder, y se perpetuó, por medio del terrorismo de Estado, a lo largo de todo su mandato, cobrándose cientos de miles de víctimas mortales, incluyendo el gaseo venenoso contra los kurdos; además de los presos y exiliados. A veces pareciera que la prensa quiere indicar que, previo al ingreso de la tropas americanas en Irak, este país era un remanso de calma o, como muchos que se ponen poéticos con el viejo arabismo inglés de Lawrence, el escenario de Las mil y una noches.
Lo que están haciendo ahora los americanos es intentar impedir que los terroristas islámicos sigan matando iraquíes indefensos, una matanza comenzada por el baazista Sadam. Se da la inverosímil paradoja de que, cuando ciertos grupos de connacionales o de la misma región desatan una carnicería, como en Kosovo, en Ruanda, en Liberia o en Haití, el mundo pide a Norteamérica que interceda. Pero cuando intercede, la acusan de ser responsable de la misma carnicería que le habían pedido detener.
No cuaja aquí el argumento de que los actuales terroristas islámicos en Irak son muy distintos de Sadam, pues éste era laico. La separación entre los fallecidos Asad, Naser o el actualmente preso Sadam Husein, por un lado, como baazistas y laicos, y Ben Laden, Hamas o el fallecido Jomeini, por el otro, como fundamentalistas islámicos, en función de acusar a Estados Unidos de no comprender las complejidades del mundo árabe, se ha tornado una fantochada.
A la hora de lanzar su ataque contra Kuwait o los misiles contra Israel, Sadam recurría al Allah Akbar (Dios es grande), a la iconografía islámica y a las batallas de Saladino igual que cada uno de los conocidos o ignotos representantes del fundamentalismo islámico. El supuestamente "laico" Arafat vestía el ropaje fundamentalista cada vez que le cuajaba, y no se rasgaba sus anteriores vestiduras por eso. La triste realidad es que los falsos laicos baazistas y los renovados fundamentalistas islámicos están unidos en su desprecio por la vida humana y las libertades civiles. Es cierto que disputan espacios de poder, y tal vez estilos de vida, pero coinciden en lo fundamental: el odio a la democracia, a los americanos y a los judíos. Sadam y Ben Laden podrían haberse aliado en un periquete.
Uno podría preguntarse cómo el fallecido Hafez el Asad, luego de haber asesinado entre 20.000 y 30.000 personas bajo el cargo de ser fundamentalistas islámicos, en el año 82, en la ciudad siria de Hama, podría luego, siguiendo mi razonamiento, convertirse en un aliado de los mismos fundamentalistas, a quienes, después de asesinarlos, aplanó con pavimento. Pues durante la interminable guerra del Líbano, a posteriori de esta masacre, no tuvo empacho en favorecer a los fundamentalistas islámicos de Beirut contra los milicianos cristianos, ni aquellos manifestaron el menor rencor. Hoy, su hijo Bachar, fiel intérprete de su padre, estrecha el abrazo con Irán, que, siguiendo la línea de otros analistas, debería ser un denodado enemigo del nuevo presidente baazista sirio.
También Sadam y los ayatolás deberían odiarse: después de todo, los iraníes y los iraquíes se mataron hasta llegar a la inenarrable cifra de un millón de personas durante su guerra en los años 80. Pero, nuevamente, entre bueyes no hay cornadas: a ninguno de los líderes implicados les importa un pimiento la muerte de sus súbditos, y si hoy Sadam lograra escapar y la guerra fuera entre Irán y EEUU, no hay duda de que la víbora de Bagdad podría ser un buen lugarteniente de los actuales nazis de Teherán. Dejemos los occidentales de inventar diferencias entre los déspotas árabes laicos y los terroristas árabes islamistas: ellos se ríen de nuestras disquisiciones.
Otra vez: si siguiéramos el razonamiento de la estricta diferenciación, no podríamos comprender por qué cuando Thomas Friedman, el corresponsal del New York Times, entrevista al jeque de Arabia Saudita, un supuesto defensor del más riguroso islamismo y durante decenas de años benefactor de Hamas, éste lo recibe mirando sus recientemente adquiridas gigantescas pantallas norteamericanas y comiendo palomitas de la misma procedencia. Ni por qué Ben Laden y sus secuaces pudieron convivir con el "pecaminoso" American way of life durante tantos años de sus vidas, como el progresismo, esta vez auténticamente, persiste en recordarnos. Son religiosos para matar, o laicos para matar también. Pero, en última instancia, lo que les interesa es matar. Oprimir. Violar. No respetan la vida terrena.
Tampoco son demasiado lógicos. Inventarles una lógica estructuralista, al modo en que lo hacía Lacan con la raza humana en general, no sólo no nos deparará el dinero y el prestigio que el falso gurú francés consiguió para sí mismo, sino que incrementará el período de faena y la muerte de civiles indefensos.
La guerra civil interárabe en el Líbano, entre los años 70 y 80, que se cobró más de 90.000 muertos, no la desató Norteamérica. La guerra entre Irán e Irak en los 80, que se cobró un millón de muertos, no la desató Norteamérica. La masacre de la ciudad de Hama, cometida por Asad, no la desató Norteamérica. Y la actual masacre de los terroristas islámicos contra los civiles iraquíes indefensos tampoco la desató Norteamérica. Como tampoco la guerra entre sunitas y chiítas. Muy por el contrario: no hay ningún otro país en el mundo que en la actualidad esté haciendo tanto por detener esta carnicería como los Estados Unidos de Norteamérica.
Se nos dirá que, en los 80, Estados Unidos y el bloque occidental armaron a Sadam. Sí, vendieron armas a Sadam. También vendieron armas, ilegalmente, a los iraníes, durante la era Reagan. Pero todo el mundo vende armas a todo el mundo: los chinos se las vendieron a Pinochet, los rusos se las regalaban a Idi Amín, y alimentaban los graneros de Videla. Pero los americanos también han vendido armas a todos sus aliados occidentales de Europa y, más que desatar las guerras, han garantizado la paz.
Ojalá existiera un mundo sin armas. Pero en este mundo armado lo que priva es qué hacen los líderes con esas armas. ¿Se equivocó América al apoyar a Sadam en la guerra contra Irán? Todavía es muy temprano para saberlo. Pero si decimos que el derrotero de Sadam es "culpa" de Norteamérica, también deberíamos "culparla" por haber presionado al Sha Palevhi de Irán para que democratizara su país, durante la Administración Carter, que finalmente derivó en el ascenso al poder de una alternativa ontológicamente peor, el ayatolá Jomeini.
Los americanos pueden haberse aliado con los islamistas, quizás fue un error, para luchar contra los rusos en Afganistán. Pero no se puede seguir ese camino como una línea lógica que responsabilice a los propios americanos de los atentados contra las Torres Gemelas. Del mismo modo que los americanos no son culpables de la Baader Meinhof por haber derrotado a los nazis, ni de las Brigadas Rojas por haber derrotado al fascismo.
Las decisiones estratégicas que se toman en determinados momentos de la Historia no siempre responsabilizan a los protagonistas de los desarrollos ulteriores. ¿Podemos acusar a Eisenhower o a Churchill por el Telón de Acero y la Guerra Fría, por haberse aliado con los rusos contra los nazis en los 40? Ni bien se desembarazaron de los nazis, pasaron a garantizar a Europa su libertad respecto de los rusos. Hoy sus descendientes políticos, George W. Bush y Tony Blair, hacen otro tanto respecto de los terroristas islamistas; como en aquel entonces, contra buena parte de la opinión pública "bien pensante" y de los adoradores del exotismo suicida.
Con la carrera nuclear de Irán, cada vez queda más claro que el error de Bush no fue la invasión a Irak, sino su argumentación de que allí "ya" existían las armas de destrucción masiva. Ahora los norteamericanos están intentado una tarea que todas las personas de buena voluntad deberían apoyar, pero mucho más los periodistas, a quienes el triunfo de la democracia concierne personalmente: proteger las vidas y las libertades de los civiles iraquíes. Ojalá podamos, los pocos que deseamos la democracia en todo el Medio Oriente, forjar un consenso por la vida.
Marcelo Birmajer, escritor argentino, es uno de los autores de En defensa de Israel.
Gentileza de LD
http://revista.libertaddigital.com/articulo.php/1276231545
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