viernes, agosto 11, 2006

El fuego de Cain

sabado 12 de agosto de 2006
El fuego de Caín

Por JUAN MANUEL DE PRADA
DURANTE muchos años he veraneado en Verín, provincia de Orense, a cuyas aguas medicinales era mi abuelo muy aficionado. No había verano que las llamas no arrasaran los montes próximos, malogrando nuestras excursiones. Eran, casi siempre, incendios provocados, a veces por una imprudente quema de rastrojos, a veces por rencillas vecinales, con frecuencia urdidos por desaprensivos que así trataban de forzar la recalificación de terrenos o la tala de algún bosque que les rindiera un beneficio inmediato. En aquellos incendios se abrasaron muchas de mis ilusiones de infancia: aquellos paisajes, que a mis ojos crédulos semejaban una sucursal modesta del paraíso, poco a poco se fueron quedando mochos y agostados; los regatos y los arroyos dejaron de fluir montaña abajo, entre otras razones porque ya no había árboles que les prestaran su abrigo; y, en fin, los parajes que en otro tiempo habían cobijado secretos manantiales se tornaron pedregosos y resecos, como estampas tiznadas del Apocalipsis.
Quizá lo que más me sublevaba de aquel estropicio, repetido cada verano, era la conformidad resignada de los lugareños. Aceptaban los incendios como si de una plaga bíblica se tratara. Tampoco entendía que los responsables del destrozo quedaran siempre impunes: aquella aceptación fatalista de la calamidad, que con frecuencia tenía sus ribetes de connivencia sorda, parecía hundir sus raíces en un ancestral pacto de silencio. Nunca me he creído demasiado esa quimera del pirómano que, como aquel fantoche de la Antigüedad que prendió fuego al templo de Diana para perpetuar su fama, se excita ante la visión coruscante de las llamas. Salvo excepciones patológicas, los incendios los causan desaprensivos a quienes guía un interés pecuniario; y tras la acción de estos desaprensivos subyace una cetrina conspiración de miedo, o una complicidad colectiva menos heroica que la de Fuenteovejuna. Detrás de un monte quemado, siempre hay un ventajista que saca tajada; y, en derredor, un séquito de pobres diablos que callan, mendigando unas pocas migajas.
En la chocante acumulación de incendios que en estos días abrasa Galicia parecen concurrir circunstancias nuevas, de índole más atávica o vengativa, en las que aletea la sombra de Caín. A los incendiarios ni siquiera parece animarlos un interés pecuniario, sino el puro y simple apetito de destrucción. Incluso se airean imputaciones que, en caso de resultar calumniosas, merecerían una purga entre los incapaces con poltrona ministerial encargados de difundirlas. Se atribuye la responsabilidad de estos incendios a miembros despechados de los retenes anti-incendios, que al parecer habrían sido relevados por desconocer la lengua gallega, instrumento imprescindible para comunicarse con las llamas y averiguar sus intenciones. Aquella España de cesantes que pintase Galdós en «Miau» alcanza así su expresión más cuajada, caricaturesca y desquiciada en esta España plural, donde hasta a quienes se emplean en trabajos eventuales y pésimamente remunerados se les exige una ejecutoria de limpieza de sangre y un certificado de adhesión al ideario del Régimen. Y para que no falte la guinda al desaguisado, ahora sabemos que los mandatarios gallegos, quienes -a imitación de su promotor en el Palacio de la Moncloa- no parecen abrigar otro propósito que borrar del mapa los logros de sus predecesores, se han apresurado a desactivar las medidas de emergencia arbitradas por Fraga, sin preocuparse de proponer otras que las sustituyan. Todo, como se ve, exhala un tufillo de astracanada casposa que sólo el humo de la chamusquina consigue mitigar.
Pero ni siquiera la indecencia y la chapucería de nuestros gobernantes bastan para exonerar de culpa a los incendiarios. Galicia arde, convertida en una gran barbacoa caníbal; y el espíritu de Caín pasea su sombra sobre la tierra calcinada.

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