jueves, agosto 31, 2006

Sobre apariciones y aparecidos

viernes 1 de septiembre de 2006
Alfonso Fernández Tresguerres
Sobre apariciones y aparecidos
1
La voz «fantasma» viene del griego φαίνομαι, verbo que tiene originariamente el significado de «aparecer» o «mostrarse». (Idéntica es la derivación de «fenómeno».) Un fantasma sería, así, en sentido estrictamente etimológico, la «imagen de un objeto que queda impresa en la fantasía», según definición de nuestra Academia de la Lengua. Mas no es de estos fantasmas de los que quiero hablar. Tampoco de aquéllos de carne y hueso («fantasma» como «persona envanecida y presuntuosa»), cuya existencia no sólo está fuera de toda duda, sino que, muy al contrario, es especie que abunda con sobrada frecuencia. Pero que exista también el otro fantasma, aquél que es la «imagen de una persona muerta que, según algunos, se aparece a los vivos», ése ya es otro cantar. Y es de ese cantar del que nos ocuparemos a continuación.
Por lo pronto, es necesario que reparemos en que ésta última acepción de «fantasma» que nos proporcionan nuestros académicos (y que es la que aquí realmente nos interesa) es confusa, o por mejor decir, insuficiente, puesto que se habla también de apariciones fantasmales de individuos que todavía no han muerto, e incluso de animales u objetos. De hecho, yo no sé si precisamente para evitar la excesiva asociación entre los fantasmas y los individuos humanos, los parapsicológicos prefieren el término «aparición», lo que no deja de resultar un tanto redundante, ya que, después de todo, de hacer caso a la etimología, un fantasma es siempre una aparición, y una aparición es siempre un fantasma. Y por idéntica razón etimológica, habría fantasmas y apariciones enteramente naturales y normales, que constituyen el ámbito de nuestra experiencia cotidiana, y que es preciso distinguir de aquello que propiamente se entiende al hablar de fantasmas, es decir, apariciones de carácter sobrenatural o paranormal, o, cuando menos, no explicables mediante la física o la psicología que nos son conocidas. Ni que decir tiene que es sobre este último tipo sobre el que quieren discurrir estas páginas.
De entrada, es obligado comenzar por reconocer que la creencia en fantasmas es un rasgo característico de las más diversas épocas y culturas; tanto que acaso no resulte exagerado afirmar que es justamente ese carácter universal de la misma el que da pie a Tylor para proponer el animismo como teoría acerca del origen de la religión: en efecto, decir que la creencia en seres espirituales, que, según él, es lo verdaderamente esencial de la religión, habría nacido de la creencia en las almas y que ésta tiene su origen en la creencia en fantasmas, no parece afirmación que traicione en exceso el pensamiento del filósofo y antropólogo inglés. ¿Y a partir de qué se habría formado esta última, es decir, la propia creencia en fantasmas? Pues probablemente a partir de fenómenos y experiencias enteramente cotidianas y naturales, mas inexplicables para el pensamiento primitivo:
«En primer lugar, ¿cuál es la diferencia entre un cuerpo vivo y un cuerpo muerto? ¿Qué es lo que da origen al despertar, al sueño, al enajenamiento, a la enfermedad, a la muerte? En segundo lugar, ¿qué son las formas humanas que se aparecen en los sueños y en las visiones? Atendiendo a estos dos grupos de fenómenos, los antiguos filósofos salvajes dieron, probablemente, su primer paso gracias a la deducción obvia de que todo hombre tiene dos cosas que le pertenecen, a saber, una vida y un fantasma. Ambos están, evidentemente, en estrecha relación con el cuerpo, la vida permitiéndole sentir y pensar y actuar, y el fantasma constituyendo su imagen o segundo yo; también ambos son percibidos como cosas separables del cuerpo: la vida, porque puede abandonarlo y dejarlo insensible o muerto, y el fantasma, porque puede aparecerse a gentes que se encuentran lejos de él. El segundo paso parecería también fácil de dar a los salvajes, al ver lo extremadamente difícil que a los hombres civilizados les ha resultado el desandarlo. Es, sencillamente, el de combinar la vida y el fantasma. Puesto que ambos pertenecen al cuerpo, ¿por qué no habían de pertenecer también el uno al otro, y ser manifestaciones de una sola y misma alma? Que sean considerados, pues, como unidos, y el resultado es ésa bien conocida concepción que puede ser descrita como un alma aparicional, un alma-espectro» [Tylor, Primitive Culture, 2, XI].
Muy cierto: «El reino de las sombras es el paraíso de los fantasiosos», como señala Kant en las primeras palabras de Los sueños de un visionario. Y precisamente en esta obra (escrita contra el fantasioso Swedenborg) proporciona Kant una explicación de la creencia en fantasmas no muy alejada, seguramente, de la del propio Tylor, y según la cual tal creencia tiene su origen en el temor a la muerte y en el deseo y la esperanza de una vida futura –la «esperanza del futuro», como la denomina Kant–:
«todas las historias sobre apariciones de almas separadas o sobre influjos de espíritus – escribe– y todas las teorías sobre la naturaleza probable de seres espirituales y su relación con nosotros pesan más únicamente en el platillo de la esperanza; por contra, en el de la especulación parecen diluirse en puro aire […] esta parece ser también generalmente la causa más importante de la legitimación de las historias sobre espíritus de tan amplia aceptación, incluso las primeras ilusiones sobre supuestas apariciones probablemente han surgido de la lisonjera esperanza de que de algún modo se permanece después de la muerte, puesto que en las sombras de la noche a menudo la ilusión ha engañado a los sentidos y a partir de confusas formas surgieron fantasmagorías coherentes con la opinión antedicha que finalmente dieron pie a que los filósofos desarrollaran la idea racional de espíritu y le otorgaran una entidad académica».
Se equivoca Tylor, no obstante, al suponer que ese camino ha sido desandado por los hombres civilizados: la creencia en fantasmas no es, desde luego, algo que pertenezca a un pasado remoto, primitivo o salvaje, correspondiente a los primeros balbuceos intelectuales de la humanidad, sino que ha acompañado a ésta en todo su periplo histórico, llegando, por supuesto, hasta el momento presente, al menos en amplios sectores incluso de aquellas sociedades que puedan contarse entre las más desarrolladas. No estará de más recordar, a este respecto, a alguien como Claude Lecouteux que, en la actualidad, defiende la curiosa teoría del Doble para explicar no sólo la existencia de fantasmas y aparecidos, sino también la de brujas u hombres-lobo. Según esta pintoresca teoría todos tenemos dos Dobles: material y físico, uno; espiritual y psíquico, el otro. Pues bien:
«El Doble no muere con el cuerpo: ¡esa es la explicación de los fantasmas y aparecidos, esa es la raíz de la necromancia!»,
exclama Lecouteux, y lo hace, como no dejará de observarse, de un modo triunfal, convencido de haber desvelado, al fin, un importante misterio; y así, investido de la seguridad que le proporciona la certeza de haber realizado un singular descubrimiento, no tiene el menor titubeo ni empacho en lanzar al aire esta afirmación:
«Hoy ya no ignoramos que los aparecidos son de hecho los Dobles materiales de los muertos».
¿Y cómo sabe todo eso Lecouteux? Pues sencillamente porque ha conseguido averiguar algo que todos teníamos delante, pero sin haber reparado en ello (rasgo frecuente en todo gran descubrimiento científico), y es lo siguiente:
«el otro mundo aparece como un depósito de Dobles. Allí está abolido el tiempo, todo coexiste en el mismo instante. La otra parte de nosotros mismos que de allí viene sin haberse separado totalmente de él materializa nuestras potencialidades y nuestro destino. Cuando se ha vaciado el reloj de arena que mide el tiempo de nuestra vida, o cuando la candela que la representa está a punto de extinguirse, se nos aparece nuestro Doble psíquico, semejante al ángel de la muerte de las tradiciones judaicas, se despide y regresa al mundo sin nombre del que había salido, y allí se retira a la espera de acompañar a un nuevo individuo».
La verdad es que no acaba de entenderse muy bien cómo es que si, muerto el individuo, su Doble se despide y se retira al más allá, continúe, sin embargo, apareciéndose insistentemente, a veces durante años, y hasta siglos, cuando hay que suponer, según la teoría propuesta, que debería ser ya el Doble de otro individuo distinto, y no el del difunto en cuestión. Pero, en fin, tampoco es lógico que esperemos que Lecouteux nos aclare todos los misterios a la vez.
Se equivoca, pues, Tylor –repito–, si verdaderamente pensaba que ésas eran sólo creencias propias de los primeros pasos de la humanidad, y, si acaso, de sociedades primitivas, aunque sean contemporáneas a la nuestra. Lo curioso, con todo, de la teoría de Lecouteux es la enorme semejanza que tiene con la del propio Tylor. La diferencia, sin embargo, es obvia: Lecouteux es un ejemplo de la teoría de Tylor. Quiero decir que éste describe el psiquismo del primitivo y los procesos mentales que le llevan a creer en fantasmas, en tanto que Lecouteux es el primitivo que cree en fantasmas, y cuyos psiquismo y procesos mentales Tylor describe. O en otras palabras: aquél podría ser exhibido por éste como una prueba nada desdeñable de su teoría.
No se trata, pues, de cosas del pasado, no; y hasta ilustres personalidades hay que han tenido su propio fantasma. Tal es el caso del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne y el reverendo doctor Harris, a quien, después de muerto, Hawthorne continuó viendo durante un tiempo, sentado, como si tal cosa, en su silla de la Biblioteca Athenaeum, de Boston. No parece que fuera visto más que por él, y esto le cohibió a la hora de plantearse dirigirle la palabra, no fuera que el resto de los lectores lo tomaran por loco al verlo hablar con una silla.
«Además, el doctor Harris y yo no habíamos sido presentados»,
aclara Hawthorne con lógica impecable, porque tal hecho constituye, sin duda, una razón de peso para guardar silencio y mantener las distancias.
Mas también Jung ha tenido (no sé si añadir: «como cabía esperar») su historia de fantasmas, acaecida cuando escribía sus Siete sermones a los muertos (acaso sin advertir que de lo que menos necesidad tienen los muertos es de sermones):
«Había una atmósfera especialmente opresiva a mi alrededor –recuerda al escribir Mi vida– y sentí como si, en el entorno, el aire estuviera lleno de entidades fantasmagóricas. Parecíamos estar en una casa hechizada: mi hija mayor vio, por la noche, una forma blanca que atravesaba su habitación. Mi otra hija contó –independientemente de la primera– que, de noche y por dos veces, le habían arrancado la manta de su cama»;
pero la cosa no acabó ahí. Otro día, por la tarde, oyeron sonar la campanilla de la puerta de entrada, e incluso Jung, que se hallaba cerca, asegura haber visto moverse el tirador:
«Todos corrimos enseguida a la puerta para ver quien era –nos cuenta–, pero no había nadie. Nos miramos atónitos. La atmósfera podía cortarse con un cuchillo. Advertí que era necesario que algo ocurriera. Toda la casa parecía llena de una muchedumbre, parecía repleta de espíritus. Estaban por todas partes, hasta bajo la puerta, y teníamos la sensación de que apenas podíamos respirar».
Mas, ¿cuál podía ser la causa de tal congreso de espíritus? Ellos mismos se encargaron de explicarla:
«Volvemos de Jerusalén, donde no hemos encontrado lo que buscábamos»,
aseguraron, haciendo uso para ello de las palabras con las que Jung dio inicio a los Siete sermones. Desde ese mismo momento, el célebre psicoanalista pudo continuar redactando su texto con una sorprendente facilidad, y lo que resulta aún más sorprendente: los espíritus desaparecieron.
«Apenas comencé a escribir, toda la cohorte de espíritus se desvaneció. La fantasmagoría había terminado. La estancia estuvo de nuevo tranquila y la atmósfera pura hasta la noche del día siguiente, cuando la tensión se reprodujo un poco».
He aquí un caso verdaderamente llamativo de fantasmas operando como una suerte de acicate y estímulo de la inspiración de un escritor: preocupados los espíritus porque Jung no acababa de arrancarse con sus sermones, un grupo de ellos decidió presentarse, sin más, en su casa para proporcionarle el pie del discurso; discurso que, de alguna forma, fue escrito (cabe conjeturar) al dictado del más allá. De hecho, el propio Jung explica el suceso como consecuencia de su estado emocional, particularmente ansioso por escribir; intensidad emotiva, en su opinión, que facilita muchas veces la manifestación de fenómenos paranormales. Pero, más allá de eso, los espíritus y los fantasmas no son sino una formación arquetípica del inconsciente colectivo:
«Pues el inconsciente corresponde al mítico país de los muertos, el país de los antepasados»,
y de este modo:
«El mundo de los dioses y de los espíritus no es más que el inconsciente colectivo en mí [o también] El inconsciente es el mundo de los dioses y de los espíritus en el exterior de mí».
(Repárese en las desastrosas consecuencias que puede tener una excesiva dedicación al estudio y al tratamiento de alienados.) Mas una tan vívida experiencia con el más allá no puede dejar insensible a nadie, y menos a Jung, quien de ninguna manera está dispuesto a poner en duda la realidad de tales manifestaciones fantasmales, llegando a quejarse de que
«incluso personas instruidas, mejor capacitadas para juzgar, aducen en ocasiones los argumentos más insensatos, se muestran carentes de toda lógica y rechazan el testimonio de sus propios sentidos».
Sin duda es mucho más sensato y lógico suponer que los difuntos no tienen otra cosa mejor que hacer que estimular a Jung para que les escriba unos sermones (sermones que, después de todo, le dictan ellos). Y respecto al testimonio de los sentidos, poco más hay que decir sino que el primer paso de la duda cartesiana ha pasado de largo, sin detenerse, por la consulta de Jung. Tiene razón Hélène Renard cuando afirma que «semejantes historias hacen pensar…». Sí, desde luego, pero qué hacen pensar, es otra historia distinta.
Y abundan; desde luego que abundan. El año 1889 la Society for Psichical Research realizó una encuesta sobre apariciones, con la siguiente pregunta:
«¿Alguna vez, creyendo estar totalmente despierto, tuvo usted la clara impresión de ver o ser tocado por un ser viviente o un objeto inanimado, y esa impresión, por lo que usted sabe, no se debió a cualquier causa física externa?».
De las 17.000 personas encuestadas, casi el 10% respondió que sí. Y a mí lo que realmente me sorprende es que no hayan sido muchas más, porque limitándonos a lo que uno crea o a las impresiones que uno tenga, fenómenos de ese tipo son enteramente cotidianos y normales: por ejemplo, en las ilusiones hipnagógicas, cuando alguien cree estar despierto, sin estarlo verdaderamente del todo, y puede tener impresiones como las señaladas en la pregunta, que ni tienen mayor importancia ni trascendencia ni, por supuesto, prueban absolutamente nada. Yo puedo asegurar que en más de una ocasión, en el momento en que creía dormirme, he sentido que me llamaban o me tocaban, e incluso que me empujaban, pero como sé que eso es algo que sucede a veces en el preciso instante en que uno cae en el sueño, jamás le di ninguna importancia y, obviamente, nunca me dio por ponerme en pie de un salto para correr a la puerta del vecino y decirle que un fantasma había querido meterse en mi cama. Y, en cualquier caso, lo que resulta absolutamente inadmisible, lógica y racionalmente, es hacer de la difusión de la creencia, argumento ontológico, y afirmar que puesto que tanta gente ha creído y cree en fantasmas, éstos, por fuerza, han de existir. A este argumento, tan manejado por ilustres parapsicólogos o investigadores de lo psíquico (como también les gusta autodenominarse), habría que replicar con aquel viejo dicho (perdón si resulta demasiadamente grosero) según el cual tantos millones de moscas no pueden equivocarse. Por lo tanto, come mierda.
Mas si a lo dicho añadimos que, a mi juicio, el verdadero origen de los fantasmas, o mejor, de la creencia en ellos, es seguramente el apuntado por Tylor y Kant, fácil le resultará advertir al lector que mi propia posición al respecto, es, no ya escéptica, sino absolutamente descreída: yo no dudo de la existencia de fantasmas, sino que la niego de plano, como niego la de cualquier entidad de carácter espiritual o divino, o la de cualquier fenómeno de carácter igualmente sobrenatural. Pero no deseo que vayamos tan deprisa. Tiempo habrá de fundamentar las razones de tal descreimiento; porque sucede, además, que el asunto no es tan simple, dado que algunos hay que sosteniendo la realidad de las apariciones no consideran, sin embargo, estrictamente necesario postularles un origen sobrenatural, sino plenamente natural, solo que desconocido e inexplicable desde nuestros actuales conocimientos científicos o filosóficos. Y esto nos obliga a proceder con un cierto detenimiento y a examinar la cuestión con algún detalle.
2
En su obra Apariciones (1943), Tyrrell distingue cuatro tipos, utilizando como criterio la forma de actuar de los aparecidos mismos. Así, tenemos aquellos fantasmas que se aparecen en un lugar determinado. (Hans Herlin matiza que existen, también, apariciones ligadas a una persona determinada, y que con frecuencia finalizan cuando esa persona abandona el lugar de las apariciones.) Apariciones, en segundo término, post-mortem: se producen poco tiempo después de la muerte del individuo aparecido. En tercer lugar, apariciones en casos críticos: la persona se aparece cuando se encuentra en una situación límite (desconocida, generalmente, por el individuo a quien se aparece), como un accidente, una enfermedad grave o, claro está, la propia muerte. Y, finalmente, apariciones inducidas experimentalmente, entendiendo por tales aquéllas en las que el aparecido no es un difunto, sino alguien vivo que, sin embargo, se esfuerza deliberadamente en ser visto por otro.
Como es obvio, en los dos últimos casos no se trata propiamente de la aparición de un difunto, puesto que el individuo aparecido no está muerto (o no lo está aún), con lo que o bien debemos dejarlos fuera de la categoría de fantasmas, o bien entender éstos como difuntos que se aparecen a los vivos, se hace muy problemático. Ante esta disyuntiva es posible, ciertamente, optar por lo primero y sostener (como hacen algunos) que esas apariciones en vida son el resultado de una transmisión telepática; pero cabe también (como hacen otros, de una forma más o menos explícita) ampliar el concepto de «fantasma», refiriéndolo a cualquier aparición de carácter paranormal, esto es, que no se produzca por los medios físicos y psicológicos habituales y conocidos. Es segunda alternativa cuenta con la ventaja de poder considerar fantasmal la aparición, por esos cauces paranormales, de seres que carecen de espíritu, sean animales u objetos inanimados (aunque, después de todo, cuando se trata de individuos humanos se puede argumentar que, en cualquiera de los dos casos, es decir, se halle el individuo muerto o vivo, es siempre su espíritu el que se aparece).
No escasean, efectivamente, las historias sobre objetos fantasmales: barcos, carrozas o autobuses, como el famoso de Londres, allá por los años 30 del pasado siglo. Ni tampoco aquéllas que tienen como protagonistas a animales: perros, gatos (particularmente sensibles, según Robert Morris, a los fenómenos paranormales), osos, &c., o las tan afamadas apariciones en la Torre de Londres, lugar que, como es sabido, fue durante muchos años zoológico real.
Nos resta, finalmente, referirnos a las apariciones en grupo, es decir, aparición de una muchedumbre de fantasmas que periódicamente, de manera incansable, vuelven a escenificar aquello que una vez les unió un día y en un lugar determinados. Las más de ellas tienen que ver con batallas (la de Roncesvalles, sin ir más lejos), sin olvidar la procesión de almas en pena (la Gúestia, como la conocemos en Asturias); espíritus de difuntos que no han podido alcanzar la paz eterna, debido a alguna obligación que han dejado sin cumplir, o a que se hallan, tal vez, expiando una culpa. Y, como es de rigor, no podemos dejar fuera de este catálogo sobrenatural, al autoestopista fantasma, una de las grandes aportaciones de las sociedades industrializadas a la mitología universal: se trata de un nuevo y verdadero san Cristóbal (por lo general, una chica joven y guapa), que asume, en sentido estricto, las funciones encomendadas al santo por la Iglesia, y que, en consecuencia, permanente ángel guardián de la carretera, viene del más allá para advertir a los conductores del peligro de una curva donde ella misma (¡oh, desgracia, tan joven y tan bella!) perdió la vida tiempo atrás. Y, como es lógico, una vez cumplida su misión, desaparece, para profunda sorpresa del consternado conductor. Verdaderamente, lo que no alcanzo a entender es que después de un susto de tal calibre no se produzca un mayor número de accidentes que si el buen espíritu se quedase con sus buenas intenciones en el más allá, excusándose de toda intervención.
*
¿Y qué tienen en común todos los fantasmas, independientemente de cuál sea el grupo al que pertenezcan? He aquí lo que dicen los expertos: se hallan sujetos a las leyes de la perspectiva, parecen sólidos, producen ruidos acordes con sus movimientos (pasos, por ejemplo) y, en general, diríase que son tan reales como los vivos, aunque sólo durante un tiempo; pueden ser vistos por más de una persona a la vez (aunque esto no sea así necesariamente, de manera que es posible que algunos de los presentes no los vean), y habitualmente provocan una sensación de frío (algunas veces, en cambio, de calor); se reflejan en los espejos (en esto aventajan a los vampiros) y pueden ser fotografiados, aun cuando no se les vea, puesto que la cámara fotográfica parece ser más sensible que el ojo humano; además, de una u otra forma, suelen poner de manifiesto su naturaleza espiritual, esto es, no física: atravesando paredes o puertas, o siendo transparentes, por poner sólo unos ejemplos. Finalmente, los especialistas en el asunto llaman la atención sobre algo que ya hemos señalado, a saber: la aparición no tiene que ser por fuerza un espíritu desencarnado; puede tratarse también de la imagen de un individuo vivo, o una creación (no se sabe muy bien cómo) debida a la fuerza mental conjunta de quien o quienes lo contemplan.
3
Pero pasando ya al terreno de las explicaciones, lo último que acabamos de decir da pie para distinguir, de las teorías propia y directamente sobrenaturales, aquéllas que, admitiendo la realidad de las apariciones fantasmales, y fenómenos próximos a ellas, consideran, sin embargo, que todo ello puede ser explicado sin que obligadamente resulte necesario postular la existencia de espíritus y, en consecuencia, atribuirles siempre un origen sobrenatural. Denominaremos a éstas, a falta de nombre mejor, teorías parapsicológicas o paranormales. Por último, frente a ambas, que con no poca frecuencia, acaban cruzándose y hasta fundiéndose, caben teorías explicativas plenamente naturales y normales.
Las explicaciones parapsicológicas, en efecto, se encuentran dispuestas a admitir que nos hallamos ante fenómenos naturales (no sobrenaturales, por tanto; ni divinos ni demoníacos, y acaso tampoco necesariamente espirituales), sólo que desconocidos por nuestras ciencias e inexplicables desde ellas; fenómenos, por consiguiente, que no son normales, y no ya tanto atendiendo a la frecuencia con la que acontecen, cuanto al hecho de que se encuentran fuera, o más allá, de aquello que, desde los parámetros de la ciencia, se considera normal; fenómenos, pues, paranormales, pero explicables, quizás, en términos de una causalidad natural, bien que ignorada todavía. Entre tales mecanismos explicativos se apuntará, muchas veces, a la transmisión telepática: de la misma manera que sometido a hipnosis un individuo puede ver o no ver algo, a sugerencia del hipnotizador, puede suceder que, incluso de forma inconsciente, un sujeto transmita una información telepática a otro, haciéndole ver algo, incluida la propia imagen fantasmal del transmisor. Ahora bien, la hipótesis telepática, además de las dificultades inherentes a la telepatía misma (principalmente, el hecho de que en los estudios que con una mediana seriedad se han llevado a cabo al respecto, el número de aciertos que muestran los individuos supuestamente dotados de tales poderes, no es superior al que, por mero cálculo de probabilidades, cabría esperar debidos al azar); además de esto, se enfrenta con el problema de explicar qué sucede cuando quien se aparece es un difunto. Se podrá negar, si se quiere, que el fantasma visto sea un espíritu; pero lo que resulta innegable, si se da por buena y no fraudulenta la aparición misma, es que él tiene que ser el causante de la transmisión telepática (los difuntos, desde siempre, son muy poco proclives a establecer comunicación alguna, ni siquiera sirviéndose de la telepatía), y con ello, de inmediato, nos instalamos en el ámbito de los sobrenatural. Puede acudirse entonces a otro mecanismo explicativo (muy frecuente en el mundo de la parapsicología), que podemos denominar la hipótesis del registro psíquico, dejado por el difunto en los lugares en los que habitualmente se movía en vida, y que es recibido por el sujeto receptor (especialmente sensible, como es lógico), del mismo modo que un aparato de televisión puede recibir una determinada transmisión. Tal es la posición defendida por Myers, quien entiende que una aparición no es sino «una manifestación de energía personal persistente». Se trataría, al parecer, de lo siguiente: por las causas que fuere, acaso un acontecimiento especialmente violento, acaso una emoción particularmente intensa, un individuo puede dejar en un lugar determinado su registro psíquico, que sería algo así como una especie de grabación de sí mismo, de tal suerte que, cuando es visto por otro, su fantasma no es en realidad un espíritu, sino la proyección de tal registro, igual que si se tratase de una película.(La verdad es que uno no puede por menos que preguntarse qué fenómeno violento o de una intensidad emocional extrema ató la imagen del doctor Harris, pacífico clérigo lector de periódicos, a su silla de la biblioteca de Boston, permitiendo, así, que pudiera ser vista por Hawthorne.) Esta es la explicación que se da, asimismo, de las apariciones masivas (como batallas): la película de los hechos ha quedado almacenada en el lugar, y se reproduce una y otra vez, siempre que por allí acierte a pasar un espectador lo suficientemente sensible como para que merezca la pena (supongo) molestarse en hacerle un pase especial. Claro que en estos casos de muchedumbres de fantasmas se baraja también a la posibilidad de que se trate de verdaderos saltos en el tiempo, en los que, por un momento siquiera, pueden coexistir pasado y presente, e incluso éste con el futuro, aunque a los doctos en estas cosas no les es fácil decidir si es el espectador quien ha salido de su tiempo para trasladarse a aquél en el que tuvieron lugar los acontecimientos originales, o si son los fantasmas de los individuos que participaron en éstos los que salen del suyo para (no se sabe a qué fin) dar una función particular al atónito espectador que la contempla. Y, por supuesto, tampoco ha faltado quien sugiera que nos hallamos ante un caso de reencarnación y regresión a una vida pasada: quien contempla la fantasmal batalla de Roncesvalles, fue, en otra vida, alguien que participó en ella.
Respecto al autoestopista fantasma, yo no sé que explicación mejor pueda darse que la que yo propondré como hipótesis del ángel de la guarda: el fantasma en cuestión no es el espíritu de alguien fallecido en aquel tramo de la carretera, sino el ángel de la guarda del conductor, que toma la forma del difunto para advertir a su protegido del peligro que encierra una determinada curva. Si de proponer hipótesis fantásticas se trata, por mí que no quede.
Ille ego sum nulli nugarum laude secundus[«Yo soy aquél al que nadie supera en la gloria de las bagatelas», Marcial, IX].
Creo, en efecto, que resulta difícilmente discutible que este primer grupo de teorías explicativas se constituyen como tales mediante el permanente recurso a lo fantástico o a hipótesis que violan sistemáticamente principios científicos y psicológicos bien establecidos, y frente a los cuales no manifiestan la menor coherencia ni concordancia; hipótesis, por supuesto, de las que no se ofrece no ya ningún indicio o prueba, sino que ni siquiera presentan el menor atisbo de verosimilitud, y que se defienden, tan sólo, mediante el permanente y sistemático recurso a la ignorancia: que aún no conozcamos el funcionamiento de esos mecanismos (del tipo de los señalados) que determinan la manifestación de las apariciones fantasmales, no significa que no sean reales ni aquéllos ni éstas. Naturalmente, y, por la misma razón, siempre es posible que cualquier cosa sea cualquier otra; y acaso, si bien lo pienso, mi vecina no sea lo que parece, esto es, una dulce y amable viejecita, sino el comandante en jefe de una de las muchas legiones de demonios. Quién sabe, a fin de cuentas, si lo que tenemos por exacerbado delirio paranoico no será, en realidad, extrema y aguda clarividencia.
Otras veces, como hemos visto, la explicación propuesta ya no es sólo paranormal, sino inmediata y directamente sobrenatural, con lo que, finalmente, acaban por fundirse con explicaciones de éste tipo. Las teorías sobrenaturales sostienen, en efecto, que un fantasma es un espíritu, ni más ni menos; el espíritu de un difunto, que, a saber por qué, decide hacerse visible de cuando en cuando. Y así como las teorías paranormales acaban, en ocasiones, deslizándose al ámbito de lo sobrenatural, las teorías sobrenaturales no dudan en acudir a aquéllas para explicar las apariciones de objetos inanimados o de animales, porque, sin duda, resultaría excesivo atribuir espíritu a tales entidades (aunque, después de todo, no estoy muy seguro que siempre se les niegue, especialmente a los últimos, a los animales). Así, como dice Alois Wiesinger:
«En los casos de apariciones fantasmales ligadas a un lugar concreto, no vacilo en admitir que se trata realmente del alma de un difunto, especialmente cuando el motivo de la aparición es serio; cuando, por ejemplo, el alma expía una culpa o se aparece para darnos un aviso, consolarnos o pedirnos una oración».
Evidentemente, ya sabemos que Dios es muy exigente con esto de las oraciones y que de una oración más o menos pueden depender la condena o la salvación eternas.
Lo curioso es que los espíritus casi nunca se aparecen tal como se supone que tienen que ser; quiero decir que uno no se imagina a los espíritus vestidos y calzados, y, sin embargo, así es como se presentan, y, como señala Lyall Watson, puestos a admitir:
«Estoy dispuesto, en principio, a admitir la posible existencia de cuerpos astrales, sin embargo, no puedo llegar a creer en zapatos, camisas y sombreros astrales».
*
He aquí, en líneas generales, las posiciones defendidas por los dos primeros grupos de teorías explicativas. Frente a aquéllas de corte paranormal se hace obligado sostener, con toda rotundidad, que cuando se postula una causalidad ajena a las leyes naturales que nos son conocidas es preciso comenzar por ofrecer un mínimo indicio siquiera de pueda darse y ser posible un tipo de causalidad tal. Y toda vez que ello no sea así (y no lo es nunca en toda esa vasta literatura sobre fenómenos extraños), debemos concluir que se trata de una hipótesis no sólo fantástica, sino también absolutamente gratuita y de una complejidad e inverosimilitud más allá de lo que pueda resultar admisible (e incluso digno de tomar en consideración) desde una perspectiva estrictamente lógica y racional. Y como ya nos enseñó hace tiempo Guillermo de Occam, con su célebre principio de economía, no hay que multiplicar lo entes sin necesidad, esto es, cuando disponemos de dos hipótesis explicativas de un determinado fenómeno, debemos preferir siempre la más simple, y (habría que añadir) también la más verosímil y racional. O lo que es igual: si un determinado hecho puede ser dilucidado mediante una explicación normal, no es necesario postular otra alternativa de carácter paranormal.
Por su parte, a las teorías sobrenaturales hay que recordarles, con no menos firmeza y rotundidad, que para que puedan ser tomadas mínimamente en serio, han de empezar por probar la existencia de espíritus o de una vida más allá de la muerte. Una vez hecho esto, podremos dar inicio al debate de si algo es o no un espíritu, pero hasta entonces toda discusión está fuera de lugar: algo no puede ser un espíritu si no hay espíritus. Se trata de un asunto mucho más profundo y delicado de lo que suponen quienes alegremente se suben al carro de lo sobrenatural, y su solución pasa por presentar una ontología con la suficiente potencia argumental como para mostrarse excluyente con otras concepciones de la realidad alternativas. Y si yo, partiendo de presupuestos ontológicos materialistas (que ahora no viene al caso detallar), niego la existencia de entidades espirituales del tipo que sea, dioses, demonios o almas, y, en consecuencia, rechazo de plano que algo pueda ser el espíritu de un difunto, quien sostenga lo contrario debe por fuerza comenzar por apuntalar su concepción espiritualista de la realidad y mostrarme las razones en las que se apoya para sostener que tenemos un alma y que existe una vida más allá de la muerte. Y sólo cuando haya logrado demostrarlo estaremos en condiciones de iniciar la discusión sobre fantasmas. Sepa no obstante que para convencerme necesitará algo más que el argumento de Strafforello:
«No podemos probar, por medio de un silogismo, nuestra fe –escribe este insigne investigador–; la mejor prueba de que somos por naturaleza inmortales, la tenemos en el deseo ingénito y natural que todos abrigamos de la inmortalidad».
Claro que sí, porque tal deseo –continúa argumentando– ha sido implantado en nosotros por Dios. ¡Casi nada lo que prueba el deseo! Porque, por una parte, nuestro deseo de inmortalidad prueba la existencia de vida eterna, pero prueba, asimismo (mediante una suerte de distorsión aberrante del agustinismo), la existencia de Dios.
Pero sucede, además, que aún cuando admitiéramos la existencia de una vida eterna y de unas almas o espíritus que la habitan, lo que de ningún modo es mi caso, mas sí el de Feijoo, siempre cabría preguntarse, como hace el sabio benedictino, qué demonios pintan dando vueltas por este mundo, asustando al personal y provocando mil enredos:
«los juguetes, chocarrerías y travesuras que se cuentan de los Duendes –leemos en Teatro crítico universal, III, 4)– no son compatibles ni con la majestad de los Ángeles gloriosos ni con la tristeza suma de los condenados. Esta razón milita del mismo modo respecto de las almas separadas; porque éstas, o están en gloria, o en pena: para las gloriosas son indecentes estas diversiones; y las que están penando no son capaces de gozarlas. A esto se puede añadir que sería una incongruidad suma en la Divina Providencia permitir que aquellos espíritus, dejando sus propias estancias, viniesen acá sólo a enredar, y a inducir en los hombres terrones inútiles».
No se trata, desde luego, que la tradición cristiana, desde la que argumenta Feijoo, niegue de plano las apariciones; al fin y al cabo, el cristianismo nace con una de ellas, esto es, con un Jesús apareciéndose a sus discípulos. Pero sí las considera enormemente raras e inusuales. Como decía san Agustín:
«Si las almas de los muertos se mezclaran en los asuntos de los vivos, estoy seguro de que mi madre no dejaría de visitarme cada noche».
Mas no es sólo que las apariciones sean infrecuentes, sino, además, que, cuando se dan, por ningún otro medio pueden producirse más que por expresa autorización divina. Tal es la posición cristiana, resumida perfectamente por Guazzo:
«Todos los creyentes en Cristo están de acuerdo en que, mediante el poder y la gracia de Dios, las almas de los difuntos pueden y a veces se les aparecen a los vivos […] Pero debemos entender –continúa Guazzo– que tales apariciones no son la norma habitual, sino que ocurren de acuerdo con el especial y singular acuerdo de Dios» [Compendiúm maleficarum. Libro I, Capítulo XVII].
En consecuencia, hay que poner mucho cuidado para diferenciar una verdadera aparición de lo que no es más que una simple patraña, y no dar pábulo a cuantas historias se inventan y se cuentan a ese respecto. Como señala Tertuliano, con palabras que parecen pensadas para nuestros ocultistas y espiritistas profesionales:
«No obstante, aunque la virtud de Dios en demostración de su derecho haya vuelto a llamar a algunas almas a sus cuerpos, no por ello va a comunicarlo también al crédito o a la insolencia de los magos, a la falsedad de los sueños, a la licencia de los poetas. O en los ejemplos de resurrección, cuando el poder de Dios hace volver las almas a los cuerpos, ya sea por los profetas, por Cristo o por lo apóstoles, se consideró con sólida, tangible y sobreabundante verdad que ésta era la forma real, de modo que tomes como ilusiones toda aparición corpórea de los muertos» [De anima, LVII: 12].
E incluso el tan crédulo, y acaso por ello terrible inquisidor, Pierre Lancre, se muestra enormemente cauto al tratar de los aparecidos, poniendo un celo especial en detallar los medios de los que podemos valernos para distinguir las almas humanas de los demonios (siempre teniendo en cuenta que pueden darse excepciones que provienen de la libre voluntad de Dios). Así, al contrario que los demonios, las almas humanas nunca toman la forma de hombre con barba, niños o mujeres (la de las últimas tampoco la adoptan jamás, dicho sea entre paréntesis, los ángeles buenos, que «nunca se aparecen en forma de mujer, de animales extraños ni de ninguna otra cosa vil»). También se trata de un demonio si «se aparece no con una forma humana perfectamente delineada, sino deforme, repelente y vil, como puede ser la de una serpiente, la de un hombre negro, un perro, un gato o alguna otra parecida». O si «mantiene un discurso falso, supersticioso y de perniciosa y siniestra persuasión». Pero Lancre proporciona aún otros criterios distintivos que tienen ya mucho más interés para el asunto de las apariciones tal como lo estamos abordando (y criticando) en estas páginas. Así, ¿qué ocurre si el aparecido es un individuo vivo?:
«Cuando se ocupa el cuerpo de una persona viva, estamos ante el demonio, pues ni las almas ni los ángeles buenos entran nunca en los cuerpos de la gente que está viva, sino que ese modo de actuar es propio de los perversos demonios, como ha sido confirmado por todas las personas que han abordado esta cuestión».
Puede plantearse también la disyuntiva de si el aparecido es un bienaventurado o un condenado:
«si se trata del primer caso, y reaparece muy a menudo, hay que dar por seguro que en realidad es un demonio, que después de haber errado su golpe por sorpresa, vuelve y reaparece varias veces para volver a intentarlo de nuevo. Pues un alma no vuelve cuando queda satisfecha, y en todo caso lo hace una sola vez para dar mil gracias. Y si se trata de un alma que dice ser la de un condenado, hay que pensar que es un demonio, teniendo en cuenta que con mucha dificultad dejan que salgan las almas de los condenados».
Tenemos, por último, el caso de esas apariciones enteramente gratuitas y superfluas, para las que ningún otro motivo parece existir que no sea, como decía Feijoo, el enredar o aterrorizar a la gente:
«Podemos igualmente reconocer que es un demonio cuando este alma dé razones falsas o alegue algún pretexto aciago o falaz para aparecerse. Si, por ejemplo, dice que se aparece obligada y forzada por alguna conjuración mágica, o para revelar cosas curiosas y poco necesarias o de tal naturaleza que sería más conveniente no conocerlas» [Tableau de l´inconstance des mauvais anges et demons, Libro V, Discurso II. También todas las otras citas de Lancre].
Al contrario, pues, de lo que opinan los modernos maestros de lo oculto y cazafantasmas varios, según Lancre, los motivos por los que pudiera aparecerse un difunto son pocos y, en consecuencia, son pocas las apariciones. Hasta aquí nos encontramos en una posición del todo próxima a las de Tertuliano, Guazzo o Agustín. Otra cosa distinta es que la credulidad de Lancre (o lo que algunos, acaso no sin razón, denominarían manía persecutoria) le lleve a creer que son muchas las apariciones demoníacas, esto es, no de almas de difuntos, sino de los demonios mismos. Y cuando idéntica credulidad se hace extensiva a todo el cúmulo de patrañas que dieron pie a la brujomanía, y se dispone del poder del que gozó Lancre y otros como él, entonces, de ahí no puede surgir otra cosa que una labor inquisitorial terrorífica y cruel. Tal es, con toda certeza, uno de los mecanismos explicativos de la gran caza de brujas que asoló a la Europa moderna. Pero ésta es otra cuestión distinta.
Sin duda alguna, la tradición cristiana, en esto de los fantasmas (y en muchos otros aspectos, desde luego), es decididamente más racionalista (y también más seria) que toda esa masa delirante e irracional de teóricos de lo oculto y del más allá. Y de hecho, en según que momentos históricos, a buen seguro que muchos de estos profesionales de la moderna magia hubiesen tenido serios problemas con la propia Iglesia, y ello aunque no hubiese sido más que por una razón igualmente fantástica: y es que antes habrían sido vistos como servidores del Diablo (así lo vería Lancre sin el menor titubeo) que como gentes inspiradas por Dios que desvelan los secretos del plan divino. Pero eso prueba, siquiera, que para los intelectuales y teólogos cristianos, tales fenómenos paranormales (y entre ellos las apariciones) no eran algo habitual y cotidiano (como lo es para esta caterva de nuevos brujos), sino verdaderamente insólito y ocasional, fuera del discurrir normal y cotidiano de los acontecimientos y de las leyes que los rigen, y, por lo tanto, sólo explicable mediante acción divina o demoníaca (y eso en el supuesto de que previamente hubiesen comenzado por asentir a la realidad misma del propio «fenómenos extraño» a explicar, lo que no era siempre así, ni mucho menos).
Y por esto que digo, lo que yo desde hace tiempo tengo por fenómeno verdaderamente extraño es el hecho de que esta plaga de especialistas de lo paranormal no tengan en la Iglesia a uno de sus más firmes enemigos y opositores. Cierto es que, oficialmente, en su Catecismo, por ejemplo, se condenan la adivinación y otras prácticas mágicas, pero más parece una declaración puramente formal que, finalmente, acaba por no tener consecuencia alguna. Y así, clérigo he visto que, después de un debate televisivo, se dejaba leer las manos por una vidente y quiromántica, y al que yo me permití sugerirle que podía devolverle el servicio confesándola. E incluso hay por estas tierras, o mejor, por estas televisiones (lo que no está en la televisión no está en el mundo) alguien que se autodenomina «bruja cristiana». ¡Y nadie dice nada! Yo supongo que hay dos posibles explicaciones a este respetuoso silencio guardado por la Iglesia: una, que sabe que, de entrar en liza, se verá acompañada por individuos que defienden posiciones no ya escépticas, sino incluso materialistas y ateas, y , por razones de imagen, no quiere ser vista en tal compañía; y la otra, quizá por aquello de que a río revuelto…; que se hable cuanto se quiera de fenómenos ocultos, extraños, paranormales, sobrenaturales; que se hable de aparecidos, de fantasmas, del más allá…, porque eso, al cabo, sólo contribuirá a difundir y asentar la creencia en un más allá. Me parece, sin embargo, que es un error, una estrategia equivocada, y creo que, aunque no fuese más que por motivos de marketing empresarial, la Iglesia debería combatir y mostrarse beligerante con todos esos movimientos ocultistas, porque no sólo no prestan ningún servicio al Reino de Dios, combatiendo el materialismo ateo, sino que le restan clientes. Igual sucede que cada vez hay menos curas porque cada vez hay más adivinos.
*
Ahora bien, yo no tengo por cierta ni una sola de las supuestas apariciones paranormales o sobrenaturales de las que se habla: ni de vivos ni de difuntos, ni de Dios ni del Diablo, ni admitidas por la Iglesia ni admitidas por parapsicólogos, espiritistas y demás miembros de este moderno aquelarre de lo paranormal. Esto no es una cuestión de números, no es un problema cuantitativo: con que una sola fuese cierta, sería más que suficiente. Un millón de casos verídicos no probaría más de lo que prueba ese solo. Me viene ahora a la memoria, a propósito de esto, la siguiente anécdota. Me encontraba participando en un debate sobre el Diablo, y entre los contertulios se hallaba un venerable exorcista, el cual, dando noticias de su carrera, decía que en todos los exorcismos en los que había participado, las supuestas posesiones no eran tales, sino fingidas y fraudulentas, cuando no simples manifestaciones de histeria u otros trastornos mentales. «Menos una», añadió finalmente. «Y de otra no estoy muy seguro», precisó, pasando, acto seguido, a detallar los pormenores de aquella auténtica posesión, en la que, según creo recordar, incluso había alguien que volaba por la nave de una iglesia.
Pero entonces, si no podemos dar por buena ni siquiera una sola aparición fantasmal, ¿cuáles pueden ser las posibles explicaciones naturales y normales de los fantasmas?
En «De las falsas ciencias», otro de los escritos que forman parte de esta colección de ensayos a la que, con permiso de Maimónides, vengo denominando Guía de perplejos, al ocuparme, de una forma más general, de las llamadas «ciencias ocultas» en conjunto, recogía yo algunas de esas principales explicaciones enteramente normales que se pueden dar de esos considerados fenómenos extraños. Y aunque no es mi deseo repetirme ni ser reiterativo, no me conformaré tampoco con remitir al lector a dicho artículo (aunque creo que debería consultarlo si desea tener una perspectiva más completa y general de todo ello); optaré, pues, por un camino intermedio, limitándome a recordar alguna de esas explicaciones que mejor se adaptan al asunto que nos ocupa.
Por lo pronto, no estará de más insistir (porque todo lo que se haga siempre será poco) en que la mayor parte de las historias de fantasmas son, sencillamente, falsas y fraudulentas. No tiene nada de paradójico el afirmar, como hace Hans Herlin, que «con bastante frecuencia ha sido el fraude la explicación de los fenómenos». Así de simple. Y, en cierto modo, nada más fácil que crear un fantasma. Veamos. Nos encontramos en Oviedo, en la plaza de la Escandalera, desde la que podemos contemplar la hermosa fachada del Teatro Campoamor. Usted pasa por allí, pongamos que a altas horas de la madrugada, y en una de las ventanas ve una cortina que parece haberse movido, e incluso que recuerda vagamente una forma humana. En ese momento pueden suceder dos cosas: una, que, con toda su buena fe (los culpables serán, sin duda, los generosos hosteleros de la zona), usted crea ver realmente una mujer (puestos a dejarse llevar por la fantasía, ¡a quién diablos le interesa ver a un hombre!). Otra, que de inmediato advierta que no es más que una cortina, movida, quizá, por una ligera corriente de aire, y que lo que parece un individuo humano no es sino un efecto de su imaginación, es decir, una vulgar y simple pareidolia. Pero, aun así, se le ocurre que es un buen momento para contribuir al desarrollo turístico de la ciudad mediante un invento: «El fantasma del Campoamor». Llegados a este punto, resultaría muy conveniente contar con la colaboración de un amigo periodista (tanto mejor si trabaja en alguna televisión, pero, en su defecto, también puede servir la prensa). Todo lo que ahora se necesita es una entrevista en la que usted (utilice, en lo posible, un tono grandilocuente y melodramático) narre detalladamente los pormenores del encuentro (puede añadir, entre otras cosas, que en el momento de la aparición experimentó un frío intenso y que le pareció oír un lamento o algo así como cristales que se rompían). Y ahora sólo hace falta esperar unos días (si es preciso se insiste con la noticia). De inmediato comenzarán a dar señales de vida una serie de individuos, deseosos de llamar la atención, que asegurarán a ver visto lo mismo. ¿Cuántos? Pues depende, pero podemos hacernos una idea aproximada si damos por bueno el cálculo de Feijoo, según el cual:
«En cada Lugar de cinco, o seis mil individuos de población (tomando uno con otro) habrá doce, catorce o veinte, que digan haber visto Duendes. Ruego a los que tienen práctica del Mundo me digan con sinceridad si hacen juicio que en Pueblos de este tamaño no haya más de veinte embusteros […] Ciertamente –añade Feijoo– es menester un amor heroico a la verdad para no violarla jamás con una mentira leve, cuando en esto se atraviesa el interés propio, sin riesgo del perjuicio ajeno. Por lo común no se necesita tanto motivo para mentir en materia de apariciones, basta aquella complacencia transcendente que experimenta en referir cosas extraordinarias el mismo que se acredita ocular testigo de ellas» [Teatro crítico universal. III, 4].
Así pues, cuántos respaldarán nuestra patraña depende del número de embusteros simples o histriónicos o histéricos graves que haya en Oviedo o en sus alrededores; individuos éstos últimos que, por el mero hecho de ser conocidos y que se hable de ellos, son capaces de declararse culpables de un crimen que no han cometido (como es sabido, para protegerse de ellos, la policía nunca hace públicos todos los datos que conoce acerca de un determinado delito). Se trata de lo que Schneider denominaba «psicópatas con afán de notoriedad» o «necesitados de estimación», y entre cuyos rasgos de personalidad más destacados se encuentra el contar mentiras (por puro afán de notoriedad, ni más ni menos), pero que, a diferencia de lo que sucede con un mentiroso normal y corriente, ellos mismos terminan muchas veces por creerse, al punto que acaba por resultarles imposible distinguir la verdad de la ficción (es lo que se llama una «pesudología fantástica»). El siguiente paso vendrá dado por sí mismo: a la hora que usted haya dicho que avistó el espectro, comenzarán a congregarse en la Escandalera una serie de tipos humanos de lo más pintoresco: curiosos, sin más, creyentes fervorosos en la realidad de tales fenómenos, escépticos que no buscan, acaso, sino un rato de diversión… Despreocúpese de los que se rían o de los que después de mirar durante un rato a la ventana se encojan de hombres y den media vuelta. Tenga la completa seguridad de que entre los allí presentes, algunos habrá que se encuentran plenamente predispuestos a ver lo que usted y sus pseudólogos han dicho; mas también otros particularmente sugestionables que acabarán por ver (o decir que ven) lo que dos o tres personas les atestigüen insistentemente que ven (hay experimentos al respecto). Y ya está: pasados unos meses habrá docenas de individuos que estén dispuestos a jurar por su vida que en el Campoamor se aparece un fantasma. Como señala Kant:
«Siempre ha sido así y lo seguirá siendo en el futuro que ciertas cosas contrarias al buen sentido encuentren aceptación, incluso en personas razonables, meramente porque la gente hable de ellas».
O como también observa Feijoo [Cartas eruditas y curiosas, II, 22]:
«siempre que se divulga algún fingido portento, aunque después se descubra la verdad, queda entre pocos individuos el desengaño, habiendo inundado Reinos enteros la ficción».
Pero volviendo a nuestro fantasma, nos resta aún la fundamentación teórica del asunto: conocida su existencia, no dejará de entrar en escena algún profesional de lo anómalo (seguramente más de uno) que vea ahí una buena ocasión para llenar su consulta o agencia de viajes paranormales, quien, en comunicación con el espectro, no tardará en proporcionar noticia exacta de su biografía: se trata de una pobre muchacha que en septiembre de 1948 asistió en el Teatro Campoamor a la representación de la ópera Manon, enamorándose desesperadamente de uno de los barítonos. Poseída por aquél amor sin esperanza y sin futuro, la dulce criatura languideció sin remedio y se consumió con premura, hasta ser arrebatada por la muerte. Desde entonces, periódicamente, se deja caer por el Teatro para ver a su amado en los registros psíquicos que de éste se conservan en el edificio (hay que tener en cuenta que ponía mucha emoción en su cante). Después de todo, ¿quién mejor que un fantasma para captar los registros psíquicos de otro? Y fin de la historia: ya tenemos «El fantasma del Campoamor». Ahora quizá podamos plantearnos hacerle unas fotos (usando para ello de alguna de las técnicas fraudulentas que se utilizan en estos casos: exposición doble, barrido, mezcla o superposición de fotografías distintas, &c.), con las que haremos postales, y nos sentaremos a esperar la llegada de los primeros turistas.
Tal es, en su inmensa mayoría, el origen de las historias fantasmales. Mas, ¿qué sucede cuando éstas no nacen del fraude o la mentira, es decir, cuando alguien cree estar presenciando realmente una aparición? Me limitaré a señalar, en apretado resumen, algunos de los más importantes mecanismos explicativos. (Permítaseme que vuelva a sugerir al lector la consulta de mi artículo antes señalado.) Algunos de ellos se encuentran, de todos modos, implícitos en el desarrollo del experimento que acabamos de sugerir: así, tanto la sugestión como el miedo son excelentes aliados de las apariciones; éstas también pueden ser el producto de determinadas alteraciones de la percepción (alucionosis, pareidolias, ilusiones o imágenes hipnagógicas, &c) y demás fenómenos ópticos y visuales. En otros casos puede tratarse de estados de obsesión o de angustia, de alteraciones de la conciencia: los conocidos como ECAs, esto es, estados de conciencia alterados, en cuya génesis pueden hallarse las más variadas circunstancias (emocionales, químicas, ambientales, &c.), y que pueden provocar la vivencia de «fenómenos extraños», incluidos casos de autoscopia, en la que individuo percibe su doble, es decir, a sí mismo visto como en espejo. (Por supuesto, según Lecouteux se trata del Doble en sentido estricto.) Y todo esto sin olvidar lo que son sencillamente delirios o alucinaciones, algo que en determinadas circunstancias puede ser experimentado por cualquier individuo normal, y de forma habitual por psicóticos o epilépticos. Lo que sucede es que antes, cuando alguien decía que hablaba con Dios o con su bisabuelo difunto, se le ponía a tratamiento, y ahora, en cambio, se le saca en televisión, exigiendo, además, que se tenga un sacrosanto respeto a su experiencia y a su opinión, porque, después de todo, ¡quién sabe!, a lo mejor es verdad…
De entre todos esos fenómenos psicológicos que han podido alimentar las historias de fantasmas, hay dos sobre los que quisiera llamar especialmente la atención, por cuanto que tienen que ver de manera muy directa con el asunto del que tratamos. Me refiero, por un parte, al síndrome de Kandinsky, que consiste en una pseudoalucinación acompañada del sentimiento de imposición, es decir, que el individuo siente que existe un agente responsable que la provoca y se la impone; y por otra, a la sensación de presencia: el sujeto tiene la impresión de que a su lado hay una presencia invisible que, tal vez por eso mismo, acaba interpretando como una entidad no humana. Como muchas otras de las alteraciones mencionadas, es frecuente en esquizofrénicos e histéricos, pero también en personas sin especiales problemas psicológicos o mentales, si se encuentran en algunas circunstancias extremas que pueden provocar un aumento notable de la sugestión. Tal puede suceder en estados de cansancio máximo, soledad persistente y continuada o situaciones de privación sensorial. Circunstancias como ésas pueden dar lugar a un agudo despertar de la imaginación, seguido de la proyección de miedos, angustias o inquietudes, lo que conduce a interpretaciones falsas de la realidad, siendo los estímulos naturales interpretados conforme a las expectativas del sujeto.
El siguiente caso, del que da cuenta el psicólogo Graham Reed, ilustra muy bien no sólo cómo a partir de una sensación de presencia puede fraguarse la historia de un fantasma, sino también aquellos mecanismos de propagación de la historia misma de los que hablábamos a propósito del experimento que sugeríamos antes, tendente a crear nuestro fantasma ovetense. En este caso se trata del «espectro gigante del Ben Macdhui» (una cima de las montañas escocesas):
«Esta leyenda en concreto –escribe Reed– es de un origen bastante reciente, de finales de 1920, cuando llegó a los periódicos la historia de un veterano montañero además de científico respetado. El profesor N.J. Conllie recordó que en una ocasión, cuando estaba solo en la cima del Macdhui, sintió que podía “oír” los pasos en la nieve como de alguien o “algo” que le acompañaba. La sensación le asustó tanto, que descendió de la cumbre. Desde entonces, la “cosa” invisible acechó a muchos caminantes solitarios en la cima nevada del Macdhui, en grandes acantilados y ensenadas solitarias».
Podemos apuntar todavía otros dos ejemplos –expuestos asimismo por Reed,– aunque no se trata propiamente de una sensación de presencia, sino de auténticas alucinaciones provocadas por privación sensorial o privación de estímulos, y vividas, sin embargo –importa subrayarlo– por individuos perfectamente normales y sanos desde el punto de vista psíquico:
«el navegante solitario Joshua Slocum tuvo mareos en medio del Atlántico Sur y no pudo salir de su camarote durante varias horas. En medio de la tormenta, un timonel fantasma apareció y tomó el control de la nave. Slocum tuvo una larga conversación con él, y se le dijo que su visitante era el piloto de uno de los barcos de Cristóbal Colón. También tenemos –prosigue Reed– el caso del almirante Byrd que se aisló voluntariamente en la Atlántida durante seis meses en busca de paz y tranquilidad. Pero el silencio, oscuridad y monotonía de su entorno tuvieron un efecto diferente. Durante casi todo el tiempo, Byrd se mantuvo acostado en la cama, apático e inactivo, víctima de alucinaciones espeluznantes».
*
Mas con quien tales explicaciones encuentre aún insuficientes y persista en afirmar la realidad de los fantasmas y sus apariciones –la realidad, en general, de la existencia de espíritus–, nada más hay que discutir ni argumentar: donde ninguna prueba se presenta, ninguna prueba hay que refutar, y donde a los argumentos esgrimidos ningún argumento se opone, no resta, por nuestra parte, sino abandonar toda seriedad, y advertir, lo mismo que hizo Kant ,después de haber refutado los sueños del visionario Swedenborg, que tal entramado fantástico es
«motivo para la ironía, la cual, sea fundada o no, constituye el medio más poderoso que ningún otro para impedir frívolas investigaciones, puesto que pretender llevar a cabo de un modo serio interpretaciones sobre los fantasmas cerebrales de los fantasiosos implica ya un cierto defecto y se torna sospechosa una filosofía que se deja ver en tal mala compañía».
Así es, en efecto. Y por ello me permitiré poner aquí punto final a lo que (a ratos, al menos) ha querido ser un intento de análisis medianamente serio del asunto (hasta donde ello es posible), y que lo haga haciendo mías también las palabras con las que Kant corona el suyo:
«Ciertamente, no sólo no he negado anteriormente que existiera engaño en tales apariciones, sino que, más aún, lo he implicado en ellas […] pero, ¿qué clase de necedad hay que no pueda conciliarse con una filosofía sin fundamento? Por ello, en modo alguno censuro al lector si en vez de considerar a los visionarios como medio ciudadanos de otro mundo los despacha rápida y definitivamente como sujetos a la enfermería y se dispensa de esta manera de toda ulterior investigación. Pero, si se generaliza esta actitud, también el modo de tratar a estos adeptos del reino de los espíritus debe ser muy diferente de aquél que resulta de las ideas anteriores y, puesto que en otro tiempo se creyó necesario quemar a alguno de ellos, ahora bastaría sólo con purgarlos. Entendiendo así las cosas, tampoco hubiera sido necesario remontarse tan lejos ni buscar, con la ayuda de la metafísica, secreto alguno en el febril cerebro de fanáticos engañados. El agudo Hudibras nos hubiera podido solucionar el sólo el enigma, pues según su opinión: 'Cuando un viento hipocondríaco se desencadena en los intestinos, depende de la dirección que tome: si va hacia abajo, resulta un pedo, si va hacia arriba es una aparición o una inspiración santa'.»

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