lunes, julio 12, 2010

Cuando los Países Bajos acabaron venciendo a España

Pero el pasado domingo tuvo lugar la revancha

Cuando los Países Bajos acabaron venciendo a España

Rodolfo Vargas Rubio

En Breda ya ganó la Selección de Tercios españoles

El encuentro final entre las selecciones de fútbol de España y Holanda, con la victoria de la primera, evoca otros enfrentamientos entre ambos países, aunque no precisamente en el campo de lo deportivo, sino en el de la política. El tema es tanto más interesante cuanto que los Países Bajos formaron parte de la Corona española durante casi siglo y medio, más precisamente desde 1504 (cuando Felipe de Habsburgo, conde de Flandes, se convirtió en rey consorte de Juana I de Castilla, como Felipe I) hasta 1648 (año en el que España hubo de reconocer la total independencia de la República de las Provincias Unidas). Esas dos fechas encierran una historia jalonada de dificultades y tensiones.

Los Países Bajos formaban parte de ese sueño que, de haberse plasmado, habría evitado a Europa muchos disgustos: la Lotaringia, creada por el Tratado de Verdún en 845. Se trataba de un Estado cojín entre los francos del Este (los alemanes de hoy) y los francos del Oeste (es decir, los franceses), condenados a no entenderse como buenos vecinos. La Lotaringia (heredad de Lotario, nieto de Carlomagno) acabó por disolverse, siendo en gran parte absorbida por el Sacro Imperio Romano Germánico. Pero éste fue incapaz de mantener una unidad política, de modo que las industriosas ciudades del norte iban adquiriendo una creciente independencia, al mismo tiempo que se formaban pequeños Estados allí donde los señores locales –seculares o eclesiásticos– lograban sustraerse a la autoridad imperial.

Había entre aquellos señores unos más preponderantes que otros y luchaban entre sí por apoderarse de territorios menos estables. Hay que decir que hasta el siglo XV los Países Bajos no se consideraron como una unidad política o nacional, siendo tan solo un conglomerado de ciudades-estado, principados eclesiásticos y feudos seculares que sólo tenían en común su pertenencia formal al Sacro Imperio. Los duques de Borgoña de la Casa de Valois lograron hacerse con la mayoría de ellos, ya sea por alianzas matrimoniales, por compra o por conquista. Felipe III el Bueno (1419-1467) decretó en 1433 la unificación de los Países Bajos como un solo Estado bajo dominio borgoñón, dotado de una asamblea de los tres estados (nobleza, clero y burguesía): los Estados Generales (como en Francia), convocados por los duques de Borgoña para pedir fondos. Esta iniciativa de Felipe hizo nacer en sus súbditos flamencos el sentimiento de pertenecer a una comunidad.

Los Países Bajos borgoñones (que comprendían el territorio de lo que hoy son Holanda, Bélgica y Luxemburgo y parte del Norte de Francia), junto con el ducado de Borgoña y el condado palatino de Borgoña (Franco-Condado) pasaron de Felipe el Bueno a su hijo único Carlos el Temerario (1467-1477). Éste tuvo que enfrentarse a Luis XI de Francia (1461-1483), que no deseaba una potencia poderosa como vecina en el noreste. Traicionado, vencido y muerto Carlos, Luis XI se apoderó del ducado y de la Picardía. La hija y heredera del Temerario, María de Borgoña (1477-1482), con el fin de evitar la ruina total del Estado borgoñón se unió en matrimonio a Maximiliano de Habsburgo, hijo del emperador Federico III, aportando como dote los Países Bajos borgoñones y el Franco-Condado, que heredó Felipe, el único hijo varón que nació de esta unión y llegó a edad adulta.

Maximiliano fue elegido Sacro Romano emperador en 1493. A la sazón, España había terminado su Guerra de Reconquista y se perfilaba como una nueva potencia con la que había que contar. Por eso buscaron su alianza los diferentes príncipes de la Cristiandad, lo cual no hacía sino coincidir con los proyectos a gran escala de los Reyes Católicos, que pusieron en marcha una auténtica política matrimonial a escala europea. La alianza con el emperador y la Casa de Habsburgo se plasmó en la doble boda del príncipe don Juan de España y la archiduquesa Margarita y de la infanta doña Juana con el archiduque Felipe, señor de Flandes, es decir, de los Países Bajos. Las circunstancias quisieron que doña Juana se convirtiese en reina de Castilla a la muerte de su madre, la reina Isabel (1504). Junto con ella debía reinar su idolatrado marido Felipe, que fue el primero de su nombre e inauguró la Casa de Austria en uno de los tronos ibéricos. Felipe I el Hermoso fue rey de Castilla, pero no lo fue de Aragón por haber muerto antes que su suegro Fernando. Sin embrago, a través de él pasaron los Países Bajos Borgoñones a formar parte de la Monarquía hispánica, confluyendo en la riquísima y múltiple herencia de su hijo Carlos de Gante, príncipe flamenco que reinó como Carlos I de España y de las Indias (juntamente con su madre doña Juana I hasta la muerte de ésta en 1555) y V de Alemania (elegido en 1519, a la muerte de su abuelo paterno Maximiliano I).

Así pues, dos pueblos tan heterogéneos como España y los Países Bajos se encontraron, gracias a la política matrimonial, bajo el mismo cetro. Lo cual, por cierto, no tardó en crear problemas. La primera corte del que llamaremos Carlos de Europa era totalmente flamenca y borgoñona. Testigo material de ello es el coro de la catedral de Barcelona, donde los sitiales se hallan decorados con los escudos de los caballeros que se encontraban con Carlos en la Ciudad Condal cuando le llegó la noticia de su elección imperial, para celebrar la cual convocó en la seo capítulo de la Orden del Toisón de Oro. En 1520, al producirse una de las tantas ausencias de Carlos, fue nombrado regente un holandés: el cardenal Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa. Ya se sabe que esta preponderancia de flamencos y borgoñones en el recién llegado rey de España provocó las guerras de las Comunidades y Germanías.

Pero si estas revueltas pudieron ser sofocadas en España, las que se iban a originar en los Países Bajos contra el dominio español no iban a ser tan fáciles de reprimir. Carlos de Europa, siguiendo el ejemplo de su tatarabuelo Felipe el Bueno, dispuso en 1549, mediante una Pragmática Sanción, la unificación de los Países Bajos como un solo Estado indivisible, independiente tanto del Imperio como de Francia y que sería heredado por un solo señor. Cuando en 1555 abdicó en Bruselas el César Invicto, tanto la Jefatura del Toisón de Oro como Borgoña pasaron a su hijo Felipe, junto con España, las Indias, el Milanesado, Nápoles y Sicilia. En la herencia borgoñona iban, por supuesto, las Diecisiete Provincias (los Países Bajos Borgoñones). Éstas aseguraban a la Monarquía Hispánica un gran respaldo económico, comercial y financiero, y el estatus que les había dado el Emperador las habría debido mantener contentas de pertenecer a ella. Pero tres factores se entrecruzaron para que los Países Bajos o Flandes (como genéricamente se les conocía aquí) empezaran a crear problemas.

El primer factor y el más importante fue el religioso. La reforma protestante, que había corrido como reguero de pólvora en Europa (sobre todo en el centro y el norte), dividió también los Países Bajos: las provincias del norte la abrazaron, mientras las del sur siguieron siendo católicas. Ello no podía sino inquietar al devoto Felipe II, campeón del catolicismo en Europa, que veía la herejía prender en uno de sus dominios. También estaba la cuestión de las libertades flamencas, que se veían peligrar por la tendencia centralizadora y fiscalizadora del rey burócrata. En fin, el tercer factor lo constituía la continua y creciente demanda de subsidios y la creación de nuevos impuestos para apoyar la política exterior de España, convertida en la nación más poderosa del mundo (algo así como los Estados Unidos de hoy). Las medidas de represión religiosa en los Países Bajos protestantes (ni tan draconianas ni tan generalizadas como las que, por esa misma época aplicaba Isabel I en Inglaterra) y la ineficacia de los gobernadores españoles dieron pábulo a las reivindicaciones nacionalistas, que hallaron en el príncipe Guillermo de Orange, llamado el Taciturno, al adalid de la rebelión.

Ésta tuvo su antecedente inmediato en los disturbios religiosos de 1566, hábilmente atajados por la gobernadora Margarita de Parma (tía de Felipe II), pero ferozmente reprimidos por el duque de Alba, enviado por el Rey para poner orden. La ejecución a traición del conde de Egmont y el de Horn (antiguos y leales servidores del monarca) y la instauración del Tribunal de Tumultos (el célebre Tribunal de la Sangre) desencadenaron la abierta sublevación de las Diecisiete Provincias contra España, conocida como la Guerra de los Ochenta Años (1568-1648). De nada sirvieron la moderación y la buena voluntad de los gobernadores don Luis de Requeséns y don Juan de Austria. Los Países Bajos estaban decididos a separarse de la monarquía hispánica. Pero las cosas se complicaron por la defección de las provincias del Sur. ¿Qué fue lo que pasó?

Pasó que los calvinistas se excedieron en su celo anticatólico y cometieron tropelías contra los adeptos de Roma. Ello llevó a las provincias de Henao y Artois a firmar la Unión de Arras (1578), a la que se unieron Lille, Douai y Orchies y que apoyaron las provincias de Namur, Limburgo y Luxemburgo. En virtud de ella, los flamencos del sur reconocían la soberanía española y propugnaban el catolicismo como única religión. La reacción a este acto fue la firma un año más tarde de la Unión de Utrecht, que, entre 1579 y 1581 logró la adhesión de las provincias rebeldes del norte: Frisia, Groninga, Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda). La unión de Utrecht proclamó su independencia de España y la negación de obediencia a Felipe II (Acta de Abjuración de 1581, que hizo sancionar por los Estados Generales en Bruselas) y llamó como soberano del nuevo Estado a Francisco de Anjou, hermano menor de Enrique III de Francia. Felipe II, por su parte, se negó a renunciar a estas provincias y la guerra continuó, mezclándose con la rivalidad que le oponía a Isabel I de Inglaterra, la cual en 1585 se constituyó en protectora de las Provincias Unidas del Norte. Al no hallar nuevo monarca tras la muerte de Francisco de Anjou, éstas se convirtieron en República.

Mientras tanto, en el sur, el nuevo gobernador Alejandro Farnesio, príncipe de Parma, emprendía la reconquista de las provincias que aún permanecían rebeldes. Pero la necesidad de ejércitos en Francia para apoyar la Liga católica determinó que en Flandes se contentara Felipe II de mantener una guerra defensiva. El desastre de la Armada y el triunfo de Enrique IV sobre la Liga, así como el agotamiento de los recursos españoles propiciaron una remontada de las provincias rebeldes en la década de los 90. Felipe II quiso ensayar una última solución: en 1595 nombró gobernadores de los Países Bajos a su hija la infanta Isabel Clara Eugenia y su esposo el archiduque y ex cardenal Alberto de Austria, los cuales, a la muerte del Rey Prudente (1598), se convirtieron en soberanos, aunque su Estado seguía dependiendo en la práctica de la Corona española. No por ello cesaron las hostilidades con las Provincias Unidas. Pero Felipe III deseaba una tregua y, después de mucho tira y afloja, se llegó a la de los Doce Años, subscrita en 1609.

En 1621 murieron Alberto e Isabel Clara Eugenia. Los Países Bajos volvieron a tener como titular a un rey de España, esta vez Felipe IV, sobrino de aquéllos e hijo de Felipe III, que acababa de suceder en la monarquía hispánica. Al año siguiente quedaba rota la Tregua de los Doce Años durante una escaramuza española en Bergen op Zoom, plaza militar en el Brabante Septentrional. A este nuevo período bélico pertenece el famoso sitio de Breda por el comandante genovés Ambrosio de Spínola, al servicio de España, el cual logró tomar la ciudad, triunfo inmortalizado en el célebre cuadro de Velázquez conocido como La rendición de Breda o Las Lanzas. Fue la última gran victoria, ya que a partir de entonces la balanza empezó a inclinarse a favor de los rebeldes. Desde la conquista de Bolduque (Brabante septentrional) en 1629 por los ejércitos de éstos, pasaron diez años de estancamiento, en los que se hizo patente que ni España iba a recuperar los Países Bajos del Norte ni las Provincias Unidas iban a conquistar los Países Bajos del Sur. Hubo un intento por parte española en 1639 con la batalla de las Dunas, que perdió y resultó ya decisiva para plantear la paz. Sobre todo porque Felipe IV y su valido Olivares se hallaban con el doble frente abierto en la propia Península (la guerra de independencia de Portugal y la guerra de Cataluña, ambas iniciadas en el año crucial de 1640).

En 1643, Felipe IV, el Rey Planeta, daba instrucciones para comenzar las conversaciones de paz con los holandeses, pero éstas no llegaron a término hasta 1648 por las complicaciones de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). El Tratado de Münster entre España y las Provincias Unidas reconocía la independencia de éstas, pero también la soberanía de España sobre los Países Bajos católicos del Sur. Éstos permanecieron bajo ella (aunque sucesivamente cercenados por Francia como consecuencia de las Guerras de Luis XIV) hasta 1711, cuando Felipe V de Borbón se los cedió, en plena Guerra de Sucesión y por consejo de su abuelo Luis XIV, al elector Maximiliano II Manuel de Baviera, que había perdido sus estados en la batalla de Höchstadt (cesión confirmada en 1712). El Tratado de Utrecht y el de Rastadt, que pusieron fin a la Guerra de Sucesión española, atribuyeron los Países Bajos al Imperio, volviendo así a la órbita de los Habsburgo, que impusieron una política centralizadora sobre los llamados desde entonces Países Bajos austríacos.

Tanto las Provincias Unidas como los Países Bajos fueron arrastrados por las vicisitudes de la Revolución francesa y las guerras napoleónicas. El Congreso de Viena los unificó en un solo Estado bajo predominio protestante en 1815, pero las tensiones religiosas entre el norte y el sur llevaron a la independencia de las provincias católicas tras la Revolución de 1830, tomando el nombre de Bélgica y llamando a reinar sobre ella al príncipe Leopoldo de Sajonia-Coburgo, viudo de la princesa heredera Carlota de la Gran Bretaña e Irlanda, el cual se convirtió al catolicismo y tomó el nombre de Leopoldo I, casándose con una princesa de Orleáns en agradecimiento al apoyo de Francia, que garantizó la independencia de los belgas. Este país, hoy en triste trance de disolución, es el último vestigio –no sabemos por cuánto tiempo– de aquella Lotaringia de la que hablábamos al principio. Holanda es, en cambio, un país con una personalidad muy definida y con vocación de perdurar. Muchas son las vueltas que da la Historia…


http://www.elmanifiesto.com/articulos.asp?idarticulo=3491

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