lunes, junio 15, 2009

Manuel de Prada, Las fieras del circo

lunes 15 de junio de 2009

LAS FIERAS DEL CIRCO

Ramón Gómez de la Serna, que llegó a pronunciar conferencias a lomos de un elefante, escribió que el circo «es el mejor jardín zoológico, el más completo, porque en él los animales han vuelto a hacer amistad con los hombres y andan entre ellos». Y le faltó añadir que tiene algo de supervivencia o nostalgia del Paraíso. Por eso el circo, con su elenco de leones que se relamen como si acabaran de pegarse un atracón de cristianos y elefantes que bailan el rigodón y cebras como caballos de Bengala, cautiva al niño, que vislumbra en ese despliegue de maravillas un mundo más auténtico que le ha sido escamoteado; y conmueve al adulto, que por un momento intuye otra forma de vida más intrépida y acaba enamorándose del caballista o la domadora de leones.

Ahora los circos son unos espectáculos hostigados por las ordenanzas promulgadas por la Unión Europea, pero en mi niñez aún sobrevivían aquellos circos trashumantes de antaño, hormigueantes de pulgas y de señoritas jamonas que se paseaban en traje de lentejuelas. Cuando llegaba a mi ciudad levítica la caravana del circo, desvencijada después de tantos trasiegos por el atlas, el aire se llenaba de ese olor cartaginés que tiene la mierda de los leones, un olor como de melones recalentados y un poco podridos que me embriagaba la pituitaria. Yo bajaba con mi abuelo hasta la orilla del río, que era donde se asentaba la troupe circense, y me acercaba a la jaula de los leones, para verlos rugir y bostezar y defecar y espantar moscas con el rabo. El gran Ramón sospechaba que las fieras del circo sufren de diabetes, de tanto comer caramelos, pero aquellos leones de mi ciudad levítica padecían más bien de haraganería o abulia, y tenían una vocación (no sé si congénita o adquirida) de leones de peluche que me envalentonaba y me hacía sentir capaz de encerrarme con ellos en la jaula, para rememorar las hazañas del profeta Daniel. Los leones del circo tenían la mirada pitañosa y divagatoria, la melena greñuda y un poco punkie, y entre sus fauces asomaban unos colmillos limados por la piorrea; a veces se relamían con unas lenguas que parecían alfombras enrolladas y andrajosas, y al rugir me abofeteaban con su halitosis. Yo entonces me apiadaba de la domadora, que tenía que meter la cabeza allí dentro y respirar los efluvios de aquellas cavernas guturales, como un afinador de pianos que hurga en las tripas del teclado, para rescatar la nota exacta que completa una sonatina.

Una vez llegué a posar la mano en el anca de uno de aquellos leones; y, al acariciarla someramente, me invadió su calor indígena, como si por dentro la recorriese un intrincado drenaje de magmas volcánicos. Recuerdo que el contacto de aquella piel me contagió una suerte de calambre o comezón incitante; y tardé un par de días en comprender que esa comezón me la habían transmitido las pulgas del león. También llegué a estrechar la mano de una domadora de leones, apenas unos minutos después de que hubiese completado su actuación. Recuerdo que aquella domadora estaba aún sudorosa y acezante, como una amazona que acabase de batallar ante los muros de Troya; y también que vestía un corsé de cuero, muy complicado de cremalleras y herretes, que le otorgaba un aspecto como de institutriz en paños menores y le dejaba al aire los muslos agrestes. Yo acababa de verla rodeada de leones en la arena del circo, manejando el látigo con una crueldad muy voluptuosa, para que los leones se prosternaran ante ella, dóciles como gatos lactantes. Y, al estrecharle la mano a la vez delicada y robusta, concebí una fantasía que no sé si calificar de erótica o pitagórica, en la que me imaginaba reencarnado en el cuerpo de un león, haciendo piruetas ante una domadora que, en señal de gratitud, me interpelaba con diminutivos cariñosos y me atusaba el bigotazo y me recompensaba con un terrón de azúcar.

Ahora ya apenas quedan circos trashumantes; y los pocos que quedan tienen que bregar con un lastimoso repertorio de desidias administrativas. Sorprende que mientras otras formas de espectáculo cultural son concienzudamente subvencionadas, el circo haya sido en cambio hostigado hasta extremos de postración. En esta fobia circense adivinamos la astucia de la autoridad, que sabe que el director de cine o el actor teatral o el escritor áulico es animal dócil que se deja querer a poco que le arrimes una propinilla de nada; en cambio, las fieras del circo, por muchos terrones de azúcar que les tiendas, nunca consigues que se apunten al sindicato de la zeja.


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