viernes, mayo 01, 2009

Oscar Molina, El tramposo, su padre y los consentimientos

viernes 1 de mayo de 2009
El tramposo, su padre y los consentimientos

Óscar Molina

T ENGO 40 años, 35 de ellos viendo Fórmula 1. Recuerdo con nitidez absoluta el día en que me tragué mi primer Gran Premio. Mónaco, 1974, mi padre todo el fin de semana hablando de la carrera y su retransmisión. A él le gustaba Emerson Fittipaldi, y cuando me sentó a su lado para verlo, me hizo fan suyo también. Seguramente por una suerte entreguismo filio-paternal, yo iba con el coche número 5 (que luego supe que se llamaba “Mc Laren”, conducido por el carioca). Emerson empezó muy atrás, no sé en qué posición calificó, pero sí recuerdo que tenía muchos coches delante, y acabó quinto. En los años que vinieron, siempre sentado al lado de mi padre empecé a oír hablar de un muchachito muy tímido y prometedor llamado Nikki Lauda.

Recuerdo muchas cosas. Duelos como el épico en Dijon de Rene Arnoux con el malogrado Villeneuve, el Tyrrel de 6 ruedas, la maestría fría y letal de Prost, al caballero Nigel Mansell, la voracidad a veces desconsiderada de Schumacher y, sobre todo, el estremecimiento, la piel de gallina y las lágrimas del día en que vi morir en directo al inolvidable Ayrton Senna. Últimamente, como supondrán, he disfrutado muchísimo con todo un talento llamado Fernando Alonso, al que sólo una mala fortuna equivalente a su valía puede privar de entrar en la leyenda.

He visto mucha Fórmula 1; no soy un experto, pero he visto mucha. La suficiente como para poder calificar de fenómeno desagradable y mancha de este deporte a ese muchachito, Lewis Hamilton, y a todo lo que le viene rodeando.





Lewis es un muy buen piloto, no hay duda de ello, pero no es nada especial. No recuerdo a ningún debutante que llegase a ese mundo y se sentara en un McLaren. El sí, y lo hizo como líder (oculto) de las flechas plateadas. Le trajeron a un bicampeón del Mundo para que le pusiese la máquina a punto, al que estuvieron engañando haciéndole creer que era el número 1 de la marca, desvelando las preferencias por el niñato sólo al final. Si Vettel o Kubica hubiesen tenido esa oportunidad desde el primer día estaríamos hablando de fenómenos del volante.

La diferencia entre los pilotos que hoy corren en la Fórmula 1 es ciertamente poco perceptible. Fíjense que entre el primero y el último de una manga de clasificación los huecos raramente superan el segundo y medio. Hamilton es muy bueno, pero no es menos cierto que ha ido montado en la mecánica más fiable de los últimos cuatro o cinco años (por encima de Renault y Ferrari), que en su primer año tuvo a quien le afinara el bólido, y que en el pasado fue Campeón del Mundo por una extraña decisión de Timo Glock de ponerse a recoger margaritas en la última curva del G.P. de Brasil. Lewis no aguanta la presión, maltrata los neumáticos como nunca he visto a nadie, y carece de esa frialdad que proporciona la humildad.

Además, hace trampas. Y se las consienten.

Durante su primer año en McLaren, se le proporcionó la grúa que pidió para poner su coche de nuevo en pista (lo nunca visto), luego se dictaminó que había sido erróneo y se decidió que ya no se podría hacer nunca más. Pero no le quitaron ni un punto. En ese mismo año, se zampó la última vuelta en la clasificación que le correspondía por turno a Alonso, le obstaculizó en el box, se pegó su rulo y luego declaró que la maniobra ilegal había sido de su compañero, al que mandaron al puesto 10 de la parrilla. Mintió, faltó a la disciplina de su equipo, perjudicó a su compañero…y se le consintió.

Lo peor es que este chico denota además que coge todo sin preguntar porque que está convencido de que le pertenece, se le debe, es suyo. Es, inequívocamente, una de esas personas que piensa que el Mundo le ha de estar agradecido por haberle visto nacer, y se cree tan dueño de lo que desea que cualquier medio le parece lícito para obtenerlo. Son incontables los “drive-thru´s” con los que ha sido sancionado por no respetar turnos en los pits, la cantidad de veces que ha salido por delante de quien le precede en una parada sin que le pase nada, las maniobras para sacar a un rival de la trayectoria de asfalto que le hemos visto, a cuenta de las que luego suele hacerse hábilmente el mártir… En su universo está él, y sólo él. Lo último ha sido mentir con descaro a los comisarios de la FIA a sabiendas de que la grabación de sus palabras iba a desmentirle. Le ha dado igual, no le han sancionado, sólo le han advertido de que lo harán si vuelve a ser malo.

Y si algo falla, ahí está el arma mediática suprema: un primer plano de su padre con expresión doliente (siempre doliente pase lo que pase) con el semblante de una especie de Nelson Mandela con octanos que siempre mira a la cámara como pidiendo perdón porque su hijo sea tan bueno, tan guapo y tan rápido. Con esa carita de pena que pone y parece querer recordarte mil agravios pasados cuyo sufrimiento ha valido la pena por ver a su niño triunfar el mismo año que Obama.

Ese tío tiene pinta de siniestro, de raro, y aunque jamás he estado en un “paddock” estoy seguro de que cada vez que pasees por allí y te gires, te lo encuentras mirándote fijamente, haciendo pucheros y sin decir nada. Lo mismo en el baño que pidiendo una Coca Cola, que echando una miradita a los tiempos… notas cómo se clavan en tu nuca unos ojos, te das la vuelta y ahí le tienes, cuan cordero degollao, mientras su hijo capa las normas, las apunta en un papel y lo empapa en el barreño de esos derechos de cuya exclusividad presume a golpe de fullerías.
http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=5173

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