lunes 2 de enero de 2012
La felicidad de las pequeñas cosas
Acaba de publicar Antonio San José un delicioso libro, La felicidad de las pequeñas cosas (Espasa), en el que hace censo de esos placeres sencillos que hacen más habitables nuestros días, como vislumbres de un paraíso perdido en medio del tráfago y el estrago de una vida arrojada a los perros. Acogiéndose al magisterio azoriniano, San José nos descubre que en estos «primores de lo vulgar» está nuestra más íntima verdad, sepultada entre una hojarasca de vanos afanes, ambiciones desnortadas y confusas desazones. ¿Y cuáles son esas ‘pequeñas cosas’ que San José desgrana en su libro? Algunas, de tan diminutas y modestas, pueden parecer nimias a simple vista: calzarse unos zapatos viejos, saborear unos churros, visitar una tienda de ultramarinos, volver a escuchar una canción que remueve los cementerios de nuestra memoria. Pero, en su aparente nimiedad, esos instantes de fugitiva vida invocan un meollo de vida prisionera que no nos atrevemos a mostrar, que no nos dejan mostrar, que por pudor o cobardía hemos preferido anestesiar, amordazar, aherrojar con mil llaves y candados. Y, sin embargo, ese meollo de vida prisionera que tales instantes invocan es lo más precioso que llevamos dentro, lo más expresivo y esencial; solo que nos hemos acostumbrado a mostrar lo más accesorio y mostrenco, la ganga superflua con la que hemos erigido una existencia vicaria, subalterna, fingida. Trágicamente, esa existencia que mostramos en el escaparate de las pompas mundanas acaba gangrenando la vida preciosa que escondemos hasta anularla; y, casi sin darnos cuenta, descubrimos un día que somos rehenes de una existencia impostada que nada tiene que ver con los anhelos que formulamos, allá en la remota edad en la que aún nos atrevíamos a ser.
En La felicidad de las pequeñas cosas, Antonio San José soslaya las reflexiones graves y campanudas. Pero en su apuesta por la levedad de esas minucias que refrescan nuestro tedio y trastornan nuestras rutinas se desliza siempre, como en sordina, una nostalgia que es a la vez una esperanza: la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que aún podemos ser. Y esas ‘pequeñas cosas’ que irrumpen en la monotonía de nuestro presente, como reminiscencias de un pasado dichoso o adivinaciones de un porvenir benévolo, son las grietas por las que se cuela, entre la escombrera y la chatarra de los días sin horizonte, una vida que nos fue prometida gratuitamente y a la que hemos renunciado por insensatez o vanidad, pagando peajes que cada vez nos resultan más oprobiosos. Disfrutamos de esos zapatos viejos que calzamos los fines de semana porque estamos hartos de los zapatos que avivan el dolor de nuestros callos; y más hartos todavía de los callos que nos han crecido en el alma, como excrecencias de mugre o insensibilidad. Disfrutamos de los olores en desbandada que se respiran en una tienda de ultramarinos porque nos asfixia la asepsia de nuestros hangares comerciales; y más todavía el hedor de los aditivos y colorantes con que tratamos de aderezar nuestra vida robotizada, pasteurizada, envasada al vacío. Disfrutamos del cántico liberatorio y desafinado que improvisamos bajo la ducha cada mañana porque nos disgusta la circunspección que nos impone la urbanidad; y más todavía las afinaciones hipócritas que reglamentan nuestras relaciones humanas. Disfrutamos de esas ‘pequeñas cosas’ porque hemos dejado de ser aguerridos y osados, porque hemos matado nuestra capacidad de asombro, porque hemos renunciado a la curiosidad, temerosos del descalabro; y de pronto nos descubrimos magullados de rutinas, envilecidos de renuncias y decepciones, expuestos al vaivén de las prisas, convertidos en «presentes sucesiones de difunto». Pero no podemos contrariar impunemente nuestra naturaleza. Y nuestra naturaleza nos predispone al asombro cotidiano, a la celebración y al misterio; cuando esa naturaleza es humillada y escarnecida se cuela como un ladrón en el mausoleo fúnebre de nuestras vidas, disfrazada de esas pequeñas cosas o primores de lo vulgar que nos resucitan con un golpe de ola de mar o un sorbo de café amargo. Gracias, Antonio San José, por recolectar esos instantes privilegiados, como florecillas ateridas al pie del camino de la vida.
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