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viernes, febrero 17, 2012
Disfrute para el Fin de Semana con el arte de Cádiz
Disfrute para el Fin de Semana con el arte de Cádiz
http://www.youtube.com/watch?v=hGPmewL6if4&feature=player_embedded
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jueves, febrero 16, 2012
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miércoles, enero 04, 2012
martes, enero 03, 2012
Cesar Vidal, La izquierda española, un retrato en negativo de la iglesia católica
Las razones de una diferencia (10)
2012-01-01
La izquierda española: un retrato en negativo de la iglesia católica
César Vidal
El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos.
En las anteriores entregas hemos visto cómo, a inicios del siglo XVI, España pasó a formar parte de un grupo de naciones diferentes –Portugal, Italia, las repúblicas hispanoamericanas...– al extirpar la Reforma de su suelo y abrazar la Contrarreforma. Semejante paso la apartó de una nueva ética del trabajo, de una visión novedosa del crédito y de los negocios, de una alfabetización amplia como en las naciones reformadas, de la revolución científica, de la primacía de la ley, de una moral que calificaba de grave la mentira y el hurto, de la separación de poderes y de una visión constitucional realmente democrática como fue el caso de la anglosajona, en general, y la norteamericana, en particular. Por añadidura, colocó tanto a España como a las naciones de Hispanoamérica en una tesitura extraordinariamente difícil como fue la de elegir una perpetua minoría de edad sometidas al control de la iglesia católica no sólo en términos religiosos sino también políticos o al no menos férreo de la masonería. Esta situación, ya de por si poco feliz, terminó de agravarse con el surgimiento de una izquierda que no fue desde sus principios sino un retrato en negativo de la estructura mental católica.
Afirmar que la izquierda española no es sino un retrato en negativo de la estructura mental de la iglesia católica puede resultar ofensivo para muchos. En defensa de sus sentimientos heridos, pueden señalar que la iglesia católica es, por ejemplo, enemiga del aborto mientras que la izquierda española, especialmente con ZP, se ha convertido en agresivamente abortista. También podrían alegar que la iglesia católica es profundamente religiosa, mientras que la izquierda parece complacerse en una visión furibundamente laicista. Ambos ejemplos son ciertos, pero no tienen nada que ver con lo que yo sostengo en esta entrega y tengo intención de desarrollar en las siguientes. Las posiciones sobre cuestiones concretas pueden ser –de hecho, son– diferentes, pero la estructura mental de ambas instancias resulta muy similar y, como veremos en próximos capítulos, eso explica su coincidencia de criterios en cuestiones fundamentales y –paradojas de la Historia– el peso de la izquierda en la Historia reciente de España.
De entrada, tanto la iglesia católica como la izquierda española comparten un serio complejo de hiperlegitimidad. Si la primera es la única Iglesia, la segunda es la única Política. En España, por ejemplo, la expresión "la Iglesia", a diferencia de lo que sucede en el mundo civilizado, siempre se refiere a la iglesia católica y nunca va adjetivada. Las otras entidades –sean ortodoxos, reformados o bautistas– no son iglesias y no merecen tal calificativo por definición. Suerte tienen si no los califican de sectas. Exactamente lo mismo piensa la izquierda de los demás partidos. Carecen de legitimidad alguna y, por supuesto, muchos recordamos la época en que cuando se preguntaba si se pertenecía "al Partido" la expresión iba referida al único partido verdadero, el PCE, por supuesto, al que, con el paso del tiempo, sustituiría el PSOE. Partiendo de esa auto-otorgada hiperlegitimidad, el resto de entidades similares –no se atreve uno ni a escribir la palabra "semejante" no sea que haya quien se ofenda– pueden ser toleradas e incluso reconocidas como parte de la realidad española, pero carecen de una legitimidad parecida. Se las soporta porque, en el fondo, no queda más remedio, pero tal intolerable resulta pensar en un funeral de estado que no sea católico –aunque los muertos no lo sean– como en un gobierno de coalición PP-PSOE.
Precisamente por esa visión, jamás se puede pensar en cambiar de "lealtad". Un votante convencido de izquierdas no cambiará su voto –por muy mal que pueda hacerlo el PSOE o IU– de la misma manera que un católico devoto de la Macarena difícilmente va a convertirse en reformado –podría decir que salvo una acción especial de la gracia, pero, seguramente, algunas personas se sentirían irrazonablemente ofendidas por ese comentario– por muchos escándalos que pueda haber contemplado en las más diversas áreas. En ambas situaciones, tanto el devoto de la Macarena como el votante del PSOE pertenecen a la "única iglesia verdadera" y ese dogma no puede ser alterado por la pésima actuación propia o por la óptima actuación del contrario. La primera se negará hasta el punto de afirmar que "todos son iguales" – ah, pero ¿no partíamos de una marcada diferencia? – y la segunda, recurriendo a los argumentos más absurdos e incluso ridículos. En uno y otro caso, la razón queda orillada por la fe religiosa y el dogma resulta lo suficientemente poderoso como para desafiar la realidad más tangible. Ocasionalmente, el votante de izquierda puede abstenerse y cambiar de voto, pero es como cuando el católico decide no ir a misa enfadado con el párroco o suelta un exabrupto de carácter poco piadoso. Si bien se mira, se trata de conductas que confirman donde están sus creencias más íntimas.
El complejo de hiperlegitimidad ha ocasionado históricamente en la izquierda que lo copió directamente de la iglesia católica un mundo de inquisiciones, herejes e infiernos. Referirnos a ellos sería demasiado largo, pero poco puede discutirse que así ha sido – y es – como también resulta fútil negar que muchas veces las luchas entre sectores y facciones tanto en un caso como en otro apenas eran otra cosa que la lucha por el poder. He tenido ocasión de contemplar unas y otras y puedo dar fe de lo que digo. La supuesta discusión ideológica o teológica tan sólo encierra el combate encarnizado por determinadas zonas de poder. También ha ocasionado una figura tan específica de nuestra cultura como es el converso. Igual que el judío acosado por personajes como Vicente Ferrer podía recibir el agua del bautismo a cambio de conservar la vida, no pocos camisas azules de ayer han alzado durante las últimas décadas el puño y la rosa. Lo que hubiera en el fondo de cada corazón sólo Dios lo sabe, pero cuando una cultura quiere imponerse como la única legítima, ¿puede extrañar que existan los conversos poco o nada convencidos y que Unamuno dijera aquello de "los conversos, a la cola"?
Por añadidura, tanto la iglesia católica como la izquierda española han demostrado siempre un deseo irresistible por controlar la vida de los demás convirtiendo sus posiciones morales, totalmente respetables por otra parte, en norma aplicable a todos los ciudadanos. Una de las primeras –y muchísimas– concesiones arrancadas por los obispos a Franco fue la de que las fiestas católicas tuvieran carácter nacional. El guirigay festivo de efectos no precisamente positivos para nuestra economía que derivó de esa concesión fue notable, como también lo fue que el derecho de familia estuviera totalmente sometido a la iglesia católica. Se trataba de un horror no inferior al de someter ese mismo derecho de familia décadas después a la visión ideológica del zapaterismo. En uno y otro caso, la sociedad tenía que tragar con una visión concreta –le gustara o no, la representara más o la representara menos– simplemente porque existía una instancia ideológica que, rezumante de hiperlegitimidad, así lo sostenía. Pero es que no concluyen ahí los paralelos. La izquierda española, como la iglesia católica, ha mostrado siempre un ansia asfixiante por controlar la vida de los ciudadanos desde antes de su nacimiento a después de muertos. Prohibiendo el preservativo o repartiéndolo, alargando la vida cuando ya no se puede mantener o acortándola por si acaso duele, ambas instancias llevan mucho tiempo empeñadas no en anunciar su mensaje –lo que sería totalmente legítimo y digno de aplauso– sino en convertirlo en la horma social de la nación con resultados no precisamente felices.
Como no podía ser menos, tanto la iglesia católica como la izquierda han manifestado siempre un especial interés en controlar la educación nacional y, a la vez, en mantener la antorcha educativa en manos de sus propias élites. Algunos estudios recientes han mostrado de manera estadística que la contribución de las distintas confesiones protestantes a la educación en España durante el final del siglo XIX y los inicios del XX fue verdaderamente espectacular. Cuestión aparte es que el fenómeno sea otro de tantos desconocidos por la mayoría de la población española. Estas confesiones creían en la educación pública, pero se apresuraron a suplirla en la medida en que no existía con la pujanza de otras naciones. La izquierda ha intentado controlar la educación pública como elemento adoctrinador y, a la vez, ha llevado a los hijos a la privada como garantía de preservación del poder en sus manos. Seguía así el modelo católico que pretendía dictar los contenidos de la educación pública en España –los decretos de los sucesivos gobiernos de Franco incluso en plena guerra civil son claramente reveladores– pero, al mismo tiempo, mantenía en sus manos la formación de élites. Basta ver a qué colegios han ido Rubalcaba y los Solana, Gallardón o ZP para percatarse de que no exagero un punto. Cuestión aparte es que luego los educandos hayan salido díscolos como, sin duda, saldrán muchos de los que ahora cursan educación para la ciudadanía.
Naturalmente, con esas coincidencias de mentalidad, ¿puede a alguien sorprender que los sacerdotes que se han dedicado a la política rara vez hayan discurrido por las zonas liberales de la misma? Hemos disfrutado curas de extrema derecha y del PCE, de la Comunión Tradicionalista y del PTE, de la ORT y de CiU, del PNV y de ETA, de CCOO e incluso del PSOE, pero –me corregirán, sin duda, los lectores– no me viene a la cabeza uno solo que anduviera por un sendero político en el que la duda fuera permisible, en el que el dogma no lo invadiera todo y en el que la libertad fuera el primer valor. Por el contrario, su estructura mental los ha llevado siempre hacia el dogma que significa el pensamiento –es un decir– nacionalista o de izquierdas. Personalmente, no creo que se trate de nada casual y es que la izquierda española nació no como un movimiento de libertad, sino de supuesta justicia en oposición al control social e ideológico que significaba la iglesia católica. De ahí que José Antonio Primo de Rivera en el mismo discurso en que cargaba contra el liberalismo –demostrando de paso que no tenía ni idea de lo que hablaba– se apresurara a reconocer la justicia del nacimiento del socialismo y, acto seguido, desautorizara su carácter no católico. Lo cierto es que esa oposición de la izquierda a la iglesia católica, lamentablemente, no ha sido a lo largo de la Historia ni tolerante, ni democrática ni adogmática. Todo lo contrario. Ha buscado siempre ser "califa en lugar del califa" o, si se prefiere, "ser la Iglesia en lugar de la Iglesia". Las consecuencias –distintas, ya lo adelanto, de las surgidas en las izquierdas de otras naciones– han resultado aciagas para la Historia de España.
Continuará: La izquierda española, un retrato en negativo de la iglesia católica (II)
http://www.libertaddigital.com/opinion/cesar-vidal/la-izquierda-espanola-un-retrato-en-negativo-de-la-iglesia-catolica-62618/
lunes, enero 02, 2012
Carmen Posadas, La metáfora `Titanic´
lunes 2 de enero de 2012
Carmen Posadas
La metáfora `Titanic´
Con el 2012 recién estrenado, me atrevo a hacer una profecía. No, no crean que pienso hacerle la competencia a Aramis Fuster y demás visionarios. No tengo ni idea de si este año Guillermo y Catalina de Inglaterra cumplirán con la golden rule de los Windsor y anunciarán la llegada de un heredero antes de que se cumpla el primer aniversario de su boda. Tampoco sé si Harper Beckham desbancará a Suri Cruise como la niña más elegante del planeta... u otras importantísimas profecías de esas que ellos manejan. Ignoro también otras cosas que nos afectan más, como si la crisis nos dará tregua o si el euro acabará su corta vida estrellado contra las escarpadas rocas de la inoperancia de unos y del egoísmo de otros. Lo que sí sé, en cambio, es que el 2012 será el año del Titanic. No metafóricamente –esperemos–, sino en el más literal sentido. Y es que el 15 de abril hará cien años que ese buque, considerado el más perfecto de todos los que hasta el momento se habían construido, cumplió con el cruel destino de los titanes que, según los griegos, pagaron muy cara su osadía de desafiar a los dioses. He querido adelantarme a la `titanitis´ aguda, que sin duda empezaremos a vivir en breve, para analizar un poco este fenómeno. Posiblemente con Jack el Destripador, el hundimiento del Titanic sea el hecho luctuoso que más fascinación y más ríos de tinta haya derramado. La razón, a mi modo de ver, es que puede considerarse una metáfora de muchos acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde. Aquel naufragio se puede interpretar, por ejemplo, como preludio de lo que significaría la Primera Guerra Mundial, una contienda destinada a marcar el fin de un orden anterior con la decadencia de sus escleróticas instituciones y sus enormes diferencias de clase. En efecto, así puede interpretarse, puesto que a bordo del Titanic viajaba lo más granado de los ricos del momento y acabaron como todos sabemos. Otros opinan –recordando que el capitán mandó cerrar las puertas que comunicaban la primera clase con las demás para que los pasajeros de estas no tuvieran acceso a los pocos botes salvavidas que había– que el naufragio de aquel buque presagiaba otro hundimiento. Ellos lo ven como el anuncio de la revolución bolchevique, la sublevación de las masas contra el egoísmo y la estupidez de los ricos. Siguiendo esta idea, he intentado interpretar en la misma clave de metáfora lo que algunos están haciendo ahora con los restos del Titanic, para ver si consigo entender el tiempo actual. Leo, por ejemplo, que para celebrar el centenario, si a usted le sobran cincuenta mil euros de nada, puede apuntarse a una aventura exclusivísima: un crucero de cinco días que incluye un paseo submarino de diez o doce horas hasta el remoto paraje abisal donde duerme el buque. Por lo visto, el submarino ruso diseñado para poder aguantar la enorme presión de los tres kilómetros de profundidad a los que se encuentra el buque tiene una cabina de apenas dos metros de ancho en la que caben dos afortunados turistas, además del piloto. Según leo también, estos habrán de ir equipados con ropa especial para aislarse del terrible frío, y solo se les permitirá llevar unos sándwiches (el espacio no da para más). Leo por fin que, a pesar de la crisis, del paro, etcétera, la lista de espera para darse este caprichito de cincuenta mil euros es nada menos que de tres años y hay bofetadas en la reventa. ¿Qué metáfora se les ocurre a ustedes? A mí, que acabo de leer un informe de la OCDE que apunta que la diferencia entre ricos y pobres se ha disparado hasta el nivel más alto de los últimos treinta años y otro que dice que el sector del lujo aumentó en España un veinticinco por ciento con la que está cayendo, lo único que se me viene a la cabeza es ese dicho francés que reza: «Plus ça change plus, c’est la même chose». Cuanto más cambia el mundo, más se parece al de antes.
http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=6987&id_firma=15354
Carmen Posadas
La metáfora `Titanic´
Con el 2012 recién estrenado, me atrevo a hacer una profecía. No, no crean que pienso hacerle la competencia a Aramis Fuster y demás visionarios. No tengo ni idea de si este año Guillermo y Catalina de Inglaterra cumplirán con la golden rule de los Windsor y anunciarán la llegada de un heredero antes de que se cumpla el primer aniversario de su boda. Tampoco sé si Harper Beckham desbancará a Suri Cruise como la niña más elegante del planeta... u otras importantísimas profecías de esas que ellos manejan. Ignoro también otras cosas que nos afectan más, como si la crisis nos dará tregua o si el euro acabará su corta vida estrellado contra las escarpadas rocas de la inoperancia de unos y del egoísmo de otros. Lo que sí sé, en cambio, es que el 2012 será el año del Titanic. No metafóricamente –esperemos–, sino en el más literal sentido. Y es que el 15 de abril hará cien años que ese buque, considerado el más perfecto de todos los que hasta el momento se habían construido, cumplió con el cruel destino de los titanes que, según los griegos, pagaron muy cara su osadía de desafiar a los dioses. He querido adelantarme a la `titanitis´ aguda, que sin duda empezaremos a vivir en breve, para analizar un poco este fenómeno. Posiblemente con Jack el Destripador, el hundimiento del Titanic sea el hecho luctuoso que más fascinación y más ríos de tinta haya derramado. La razón, a mi modo de ver, es que puede considerarse una metáfora de muchos acontecimientos que tendrían lugar poco más tarde. Aquel naufragio se puede interpretar, por ejemplo, como preludio de lo que significaría la Primera Guerra Mundial, una contienda destinada a marcar el fin de un orden anterior con la decadencia de sus escleróticas instituciones y sus enormes diferencias de clase. En efecto, así puede interpretarse, puesto que a bordo del Titanic viajaba lo más granado de los ricos del momento y acabaron como todos sabemos. Otros opinan –recordando que el capitán mandó cerrar las puertas que comunicaban la primera clase con las demás para que los pasajeros de estas no tuvieran acceso a los pocos botes salvavidas que había– que el naufragio de aquel buque presagiaba otro hundimiento. Ellos lo ven como el anuncio de la revolución bolchevique, la sublevación de las masas contra el egoísmo y la estupidez de los ricos. Siguiendo esta idea, he intentado interpretar en la misma clave de metáfora lo que algunos están haciendo ahora con los restos del Titanic, para ver si consigo entender el tiempo actual. Leo, por ejemplo, que para celebrar el centenario, si a usted le sobran cincuenta mil euros de nada, puede apuntarse a una aventura exclusivísima: un crucero de cinco días que incluye un paseo submarino de diez o doce horas hasta el remoto paraje abisal donde duerme el buque. Por lo visto, el submarino ruso diseñado para poder aguantar la enorme presión de los tres kilómetros de profundidad a los que se encuentra el buque tiene una cabina de apenas dos metros de ancho en la que caben dos afortunados turistas, además del piloto. Según leo también, estos habrán de ir equipados con ropa especial para aislarse del terrible frío, y solo se les permitirá llevar unos sándwiches (el espacio no da para más). Leo por fin que, a pesar de la crisis, del paro, etcétera, la lista de espera para darse este caprichito de cincuenta mil euros es nada menos que de tres años y hay bofetadas en la reventa. ¿Qué metáfora se les ocurre a ustedes? A mí, que acabo de leer un informe de la OCDE que apunta que la diferencia entre ricos y pobres se ha disparado hasta el nivel más alto de los últimos treinta años y otro que dice que el sector del lujo aumentó en España un veinticinco por ciento con la que está cayendo, lo único que se me viene a la cabeza es ese dicho francés que reza: «Plus ça change plus, c’est la même chose». Cuanto más cambia el mundo, más se parece al de antes.
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Carlos Herrera, Tony Manero en Corea de Arriba
lunes 2 de enero de 2012
Arenas movedizas
Carlos Herrera
Tony Manero en Corea de Arriba
A Tony Manero le hubiese entusiasmado pasar este fin de año en Corea. En la del norte, por supuesto. No ha habido lugar, pero no desiste de entrar y dejarse conducir por el par de comisarios políticos que (además de controlarse entre ellos) te controlan hasta el último paso. No es imposible viajar al hoyo del estalinismo más feroz: una agencia organiza viajes regulares y una asociación de amistad presidida por ese fascinante, culto y elegante personaje que es Alejandro Cao de Benós, el español reacunado en el régimen de los Kim, monta excursiones ideológico-instructivas a Pyongyang al objeto de difundir la buena nueva del comunismo coreano. Cao de Benós también es, a buen seguro, cosas peores, pero resulta tan pintoresco desde su porte distinguido que a Manero le encantaría conocerlo y calzarse dos o tres vasos en las mejores barras de la capital coreana. Si las hay.
Los funerales del semidiós gordito han resultado tan extravagantes como podía preverse, en especial si se presta atención a las exageradas y barrocas muestras de dolor expresadas ‘espontáneamente’ por los súbditos coreanos. Habrán visto mucha gestualidad, pero, curiosamente, poca lágrima. A los dictadores, en cualquier caso, siempre habrá quien los llore y haga aspavientos y se hinque de rodillas y se ponga con los brazos en cruz. Y cómo no al tal Kim, al que los coreanos veían una media de cuarenta veces al día, en una foto, en una noticia, en un cartel. Viajar a Corea del Norte supone para un extranjero estar a disposición de sus anfitriones y ver al gordito el mismo número de veces o más, cosa que a Manero no le hubiera importado de haberle pillado vivo. Desgraciadamente para Tony, Kim la palmó en su tren después de un esfuerzo bárbaro mental y físico (lo que puede hacer suponer que murió cagando) y sus planes de Nochevieja en Pyongyang se han venido abajo. Ahora, en Corea de Arriba solo puede entrar el conde tarraconense (Cao de Benós es ambas cosas, conde y de Tarragona).
A Manero le han fascinado, supongo que como a todos, los jardines secretos, por derrumbados que se encuentren. No olvida su primer viaje a la prohibida Albania de Enver Hoxa, otro chalado que condenó a su pueblo a una dictadura feroz y a una hambruna casi crónica. En Tirana solo había una avenida, la que hicieron los italianos y que conectaba la estatua de Skenderbej, el héroe medieval albanés, con la universidad y el estadio de fútbol de la ciudad, modesto pero suficiente. Los aledaños eran correctos, pero todo lo demás era suburbio tras suburbio. Manero entró mediante una asociación de amistad controlada por los clandestinos del PCM-L, soporte ideológico del FRAP, que tenían entreabierta la puerta al paraíso, aunque no sin condiciones y vigilancia. Manero volvió después en un par de ocasiones más, cuando el heredero Ramiz Alia y cuando el país comenzó a sacudirse el absurdo y criminal yugo de los estalinistas. Ya circulaban algunos coches por las calles y empezaba a desaparecer aquel sombrío zumbido de silencio que ocupaba todas las horas del día. Manero no se repuso de cuando, en la frontera, el peluquero de guardia le cortó los rizos de su nuca y las largas patillas con motivo de la ‘decencia’ estética obligada. Cosas de los paraísos uniformados.
Esta Nochevieja pillará a nuestro héroe en tierra de marismas, pero no dejará de preguntarse cómo celebrarán los del norte de la península de Corea el tránsito al 2012, si es que lo celebran, y si es que allí es el 2012 o el año que sea en función de cuándo nació el gordito o de cuándo lo descapullaron. La incertidumbre de un país misterioso e interesantísimo lo lleva a mal traer. Puede que el año que empieza sea el primer paso a un largo y doloroso camino hacia la libertad o puede que se vayan (nos vayamos) todos al carajo como el hijo del gordito, también gordito en un país de famélicos, se vuelva loco y empiece a apretar botones.
Feliz 2012, en cualquier caso, para ellos y nosotros. A los de aquí nos espera un gólgota que a Manero se le antoja inencumbrable... pero no imposible de transitar. Suerte y rock and roll.
http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=6987&id_firma=15353
Arenas movedizas
Carlos Herrera
Tony Manero en Corea de Arriba
A Tony Manero le hubiese entusiasmado pasar este fin de año en Corea. En la del norte, por supuesto. No ha habido lugar, pero no desiste de entrar y dejarse conducir por el par de comisarios políticos que (además de controlarse entre ellos) te controlan hasta el último paso. No es imposible viajar al hoyo del estalinismo más feroz: una agencia organiza viajes regulares y una asociación de amistad presidida por ese fascinante, culto y elegante personaje que es Alejandro Cao de Benós, el español reacunado en el régimen de los Kim, monta excursiones ideológico-instructivas a Pyongyang al objeto de difundir la buena nueva del comunismo coreano. Cao de Benós también es, a buen seguro, cosas peores, pero resulta tan pintoresco desde su porte distinguido que a Manero le encantaría conocerlo y calzarse dos o tres vasos en las mejores barras de la capital coreana. Si las hay.
Los funerales del semidiós gordito han resultado tan extravagantes como podía preverse, en especial si se presta atención a las exageradas y barrocas muestras de dolor expresadas ‘espontáneamente’ por los súbditos coreanos. Habrán visto mucha gestualidad, pero, curiosamente, poca lágrima. A los dictadores, en cualquier caso, siempre habrá quien los llore y haga aspavientos y se hinque de rodillas y se ponga con los brazos en cruz. Y cómo no al tal Kim, al que los coreanos veían una media de cuarenta veces al día, en una foto, en una noticia, en un cartel. Viajar a Corea del Norte supone para un extranjero estar a disposición de sus anfitriones y ver al gordito el mismo número de veces o más, cosa que a Manero no le hubiera importado de haberle pillado vivo. Desgraciadamente para Tony, Kim la palmó en su tren después de un esfuerzo bárbaro mental y físico (lo que puede hacer suponer que murió cagando) y sus planes de Nochevieja en Pyongyang se han venido abajo. Ahora, en Corea de Arriba solo puede entrar el conde tarraconense (Cao de Benós es ambas cosas, conde y de Tarragona).
A Manero le han fascinado, supongo que como a todos, los jardines secretos, por derrumbados que se encuentren. No olvida su primer viaje a la prohibida Albania de Enver Hoxa, otro chalado que condenó a su pueblo a una dictadura feroz y a una hambruna casi crónica. En Tirana solo había una avenida, la que hicieron los italianos y que conectaba la estatua de Skenderbej, el héroe medieval albanés, con la universidad y el estadio de fútbol de la ciudad, modesto pero suficiente. Los aledaños eran correctos, pero todo lo demás era suburbio tras suburbio. Manero entró mediante una asociación de amistad controlada por los clandestinos del PCM-L, soporte ideológico del FRAP, que tenían entreabierta la puerta al paraíso, aunque no sin condiciones y vigilancia. Manero volvió después en un par de ocasiones más, cuando el heredero Ramiz Alia y cuando el país comenzó a sacudirse el absurdo y criminal yugo de los estalinistas. Ya circulaban algunos coches por las calles y empezaba a desaparecer aquel sombrío zumbido de silencio que ocupaba todas las horas del día. Manero no se repuso de cuando, en la frontera, el peluquero de guardia le cortó los rizos de su nuca y las largas patillas con motivo de la ‘decencia’ estética obligada. Cosas de los paraísos uniformados.
Esta Nochevieja pillará a nuestro héroe en tierra de marismas, pero no dejará de preguntarse cómo celebrarán los del norte de la península de Corea el tránsito al 2012, si es que lo celebran, y si es que allí es el 2012 o el año que sea en función de cuándo nació el gordito o de cuándo lo descapullaron. La incertidumbre de un país misterioso e interesantísimo lo lleva a mal traer. Puede que el año que empieza sea el primer paso a un largo y doloroso camino hacia la libertad o puede que se vayan (nos vayamos) todos al carajo como el hijo del gordito, también gordito en un país de famélicos, se vuelva loco y empiece a apretar botones.
Feliz 2012, en cualquier caso, para ellos y nosotros. A los de aquí nos espera un gólgota que a Manero se le antoja inencumbrable... pero no imposible de transitar. Suerte y rock and roll.
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Manuel de Prada, La felicidad de las pequeñas cosas
lunes 2 de enero de 2012
La felicidad de las pequeñas cosas
Acaba de publicar Antonio San José un delicioso libro, La felicidad de las pequeñas cosas (Espasa), en el que hace censo de esos placeres sencillos que hacen más habitables nuestros días, como vislumbres de un paraíso perdido en medio del tráfago y el estrago de una vida arrojada a los perros. Acogiéndose al magisterio azoriniano, San José nos descubre que en estos «primores de lo vulgar» está nuestra más íntima verdad, sepultada entre una hojarasca de vanos afanes, ambiciones desnortadas y confusas desazones. ¿Y cuáles son esas ‘pequeñas cosas’ que San José desgrana en su libro? Algunas, de tan diminutas y modestas, pueden parecer nimias a simple vista: calzarse unos zapatos viejos, saborear unos churros, visitar una tienda de ultramarinos, volver a escuchar una canción que remueve los cementerios de nuestra memoria. Pero, en su aparente nimiedad, esos instantes de fugitiva vida invocan un meollo de vida prisionera que no nos atrevemos a mostrar, que no nos dejan mostrar, que por pudor o cobardía hemos preferido anestesiar, amordazar, aherrojar con mil llaves y candados. Y, sin embargo, ese meollo de vida prisionera que tales instantes invocan es lo más precioso que llevamos dentro, lo más expresivo y esencial; solo que nos hemos acostumbrado a mostrar lo más accesorio y mostrenco, la ganga superflua con la que hemos erigido una existencia vicaria, subalterna, fingida. Trágicamente, esa existencia que mostramos en el escaparate de las pompas mundanas acaba gangrenando la vida preciosa que escondemos hasta anularla; y, casi sin darnos cuenta, descubrimos un día que somos rehenes de una existencia impostada que nada tiene que ver con los anhelos que formulamos, allá en la remota edad en la que aún nos atrevíamos a ser.
En La felicidad de las pequeñas cosas, Antonio San José soslaya las reflexiones graves y campanudas. Pero en su apuesta por la levedad de esas minucias que refrescan nuestro tedio y trastornan nuestras rutinas se desliza siempre, como en sordina, una nostalgia que es a la vez una esperanza: la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que aún podemos ser. Y esas ‘pequeñas cosas’ que irrumpen en la monotonía de nuestro presente, como reminiscencias de un pasado dichoso o adivinaciones de un porvenir benévolo, son las grietas por las que se cuela, entre la escombrera y la chatarra de los días sin horizonte, una vida que nos fue prometida gratuitamente y a la que hemos renunciado por insensatez o vanidad, pagando peajes que cada vez nos resultan más oprobiosos. Disfrutamos de esos zapatos viejos que calzamos los fines de semana porque estamos hartos de los zapatos que avivan el dolor de nuestros callos; y más hartos todavía de los callos que nos han crecido en el alma, como excrecencias de mugre o insensibilidad. Disfrutamos de los olores en desbandada que se respiran en una tienda de ultramarinos porque nos asfixia la asepsia de nuestros hangares comerciales; y más todavía el hedor de los aditivos y colorantes con que tratamos de aderezar nuestra vida robotizada, pasteurizada, envasada al vacío. Disfrutamos del cántico liberatorio y desafinado que improvisamos bajo la ducha cada mañana porque nos disgusta la circunspección que nos impone la urbanidad; y más todavía las afinaciones hipócritas que reglamentan nuestras relaciones humanas. Disfrutamos de esas ‘pequeñas cosas’ porque hemos dejado de ser aguerridos y osados, porque hemos matado nuestra capacidad de asombro, porque hemos renunciado a la curiosidad, temerosos del descalabro; y de pronto nos descubrimos magullados de rutinas, envilecidos de renuncias y decepciones, expuestos al vaivén de las prisas, convertidos en «presentes sucesiones de difunto». Pero no podemos contrariar impunemente nuestra naturaleza. Y nuestra naturaleza nos predispone al asombro cotidiano, a la celebración y al misterio; cuando esa naturaleza es humillada y escarnecida se cuela como un ladrón en el mausoleo fúnebre de nuestras vidas, disfrazada de esas pequeñas cosas o primores de lo vulgar que nos resucitan con un golpe de ola de mar o un sorbo de café amargo. Gracias, Antonio San José, por recolectar esos instantes privilegiados, como florecillas ateridas al pie del camino de la vida.
http://xlsemanal.finanzas.com/web/firma.php?id_edicion=6987&id_firma=15352
La felicidad de las pequeñas cosas
Acaba de publicar Antonio San José un delicioso libro, La felicidad de las pequeñas cosas (Espasa), en el que hace censo de esos placeres sencillos que hacen más habitables nuestros días, como vislumbres de un paraíso perdido en medio del tráfago y el estrago de una vida arrojada a los perros. Acogiéndose al magisterio azoriniano, San José nos descubre que en estos «primores de lo vulgar» está nuestra más íntima verdad, sepultada entre una hojarasca de vanos afanes, ambiciones desnortadas y confusas desazones. ¿Y cuáles son esas ‘pequeñas cosas’ que San José desgrana en su libro? Algunas, de tan diminutas y modestas, pueden parecer nimias a simple vista: calzarse unos zapatos viejos, saborear unos churros, visitar una tienda de ultramarinos, volver a escuchar una canción que remueve los cementerios de nuestra memoria. Pero, en su aparente nimiedad, esos instantes de fugitiva vida invocan un meollo de vida prisionera que no nos atrevemos a mostrar, que no nos dejan mostrar, que por pudor o cobardía hemos preferido anestesiar, amordazar, aherrojar con mil llaves y candados. Y, sin embargo, ese meollo de vida prisionera que tales instantes invocan es lo más precioso que llevamos dentro, lo más expresivo y esencial; solo que nos hemos acostumbrado a mostrar lo más accesorio y mostrenco, la ganga superflua con la que hemos erigido una existencia vicaria, subalterna, fingida. Trágicamente, esa existencia que mostramos en el escaparate de las pompas mundanas acaba gangrenando la vida preciosa que escondemos hasta anularla; y, casi sin darnos cuenta, descubrimos un día que somos rehenes de una existencia impostada que nada tiene que ver con los anhelos que formulamos, allá en la remota edad en la que aún nos atrevíamos a ser.
En La felicidad de las pequeñas cosas, Antonio San José soslaya las reflexiones graves y campanudas. Pero en su apuesta por la levedad de esas minucias que refrescan nuestro tedio y trastornan nuestras rutinas se desliza siempre, como en sordina, una nostalgia que es a la vez una esperanza: la nostalgia de lo que fuimos y la esperanza de lo que aún podemos ser. Y esas ‘pequeñas cosas’ que irrumpen en la monotonía de nuestro presente, como reminiscencias de un pasado dichoso o adivinaciones de un porvenir benévolo, son las grietas por las que se cuela, entre la escombrera y la chatarra de los días sin horizonte, una vida que nos fue prometida gratuitamente y a la que hemos renunciado por insensatez o vanidad, pagando peajes que cada vez nos resultan más oprobiosos. Disfrutamos de esos zapatos viejos que calzamos los fines de semana porque estamos hartos de los zapatos que avivan el dolor de nuestros callos; y más hartos todavía de los callos que nos han crecido en el alma, como excrecencias de mugre o insensibilidad. Disfrutamos de los olores en desbandada que se respiran en una tienda de ultramarinos porque nos asfixia la asepsia de nuestros hangares comerciales; y más todavía el hedor de los aditivos y colorantes con que tratamos de aderezar nuestra vida robotizada, pasteurizada, envasada al vacío. Disfrutamos del cántico liberatorio y desafinado que improvisamos bajo la ducha cada mañana porque nos disgusta la circunspección que nos impone la urbanidad; y más todavía las afinaciones hipócritas que reglamentan nuestras relaciones humanas. Disfrutamos de esas ‘pequeñas cosas’ porque hemos dejado de ser aguerridos y osados, porque hemos matado nuestra capacidad de asombro, porque hemos renunciado a la curiosidad, temerosos del descalabro; y de pronto nos descubrimos magullados de rutinas, envilecidos de renuncias y decepciones, expuestos al vaivén de las prisas, convertidos en «presentes sucesiones de difunto». Pero no podemos contrariar impunemente nuestra naturaleza. Y nuestra naturaleza nos predispone al asombro cotidiano, a la celebración y al misterio; cuando esa naturaleza es humillada y escarnecida se cuela como un ladrón en el mausoleo fúnebre de nuestras vidas, disfrazada de esas pequeñas cosas o primores de lo vulgar que nos resucitan con un golpe de ola de mar o un sorbo de café amargo. Gracias, Antonio San José, por recolectar esos instantes privilegiados, como florecillas ateridas al pie del camino de la vida.
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