viernes, septiembre 28, 2007

Rogelio Alonso, Los frentes de ETA y del Estado

viernes 28 de septiembre de 2007
Los frentes de ETA y del Estado
El pasado mes de agosto, tras enviar ETA nuevas cartas de extorsión, el ministro de Justicia instó a los amenazados a que «resistiesen la tentación de pagar». Sin embargo, un mes después el mismo Mariano Fernández Bermejo renunció explícitamente a hacer cumplir la legalidad respecto a la presencia de la bandera nacional en edificios de la Administración del Estado. La inconsistente actitud de tan destacado representante refleja la incoherencia de una política antiterrorista que durante la legislatura se ha acomodado a las tácticas de ETA a pesar de que la banda ha mantenido inalterable su estrategia maximalista.
El pragmatismo con el que se explica el incumplimiento de la legalidad en relación con las banderas es el mismo con el que el gobierno ha justificado una tolerancia hacia ETA fundamentada en un erróneo análisis de las intenciones etarras. En ningún momento mostró ETA esa voluntad inequívoca de poner fin a la violencia que se había exigido para dialogar con terroristas. Simplemente la tregua negociada con representantes gubernamentales permitió a ETA interrumpir los atentados mortales mientras mantenía activos el resto de sus frentes, aprovechándose así de una política antiterrorista sustentada en una falsa premisa: la voluntad de ETA de desaparecer.
La reapertura por parte de ETA de «todos sus frentes contra el Estado», como recalcan sus comunicados, expone el error de ignorar que la organización terrorista actúa desde diferentes niveles como el político, el judicial, el social y el propagandístico. Es por ello imprescindible ofrecer una adecuada respuesta estatal que no debe circunscribirse tan solo al ámbito policial, cuyos éxitos sirven a menudo para desatar una complacencia que en absoluto puede compensar la inacción en otros frentes. La perfecta interrelación entre todos ellos es obligada habida cuenta de los múltiples frentes desde los que opera ETA.
En consecuencia, la disputa sobre las banderas, junto con la intimidación aplicada por ANV, grupo inequívocamente instrumentalizado por ETA, es una variable de la que una eficaz política antiterrorista no puede prescindir. Hacerlo equivale a subestimar la variedad de expresiones que el terrorismo etarra adopta, otorgándole valiosas victorias tácticas al dejar sin contrarrestar la diversidad de medios utilizados en la búsqueda del fin terrorista. Así ha ocurrido durante el denominado «proceso de paz», habiéndose infravalorado la amenaza etarra al reproducirse una limitada definición del fenómeno terrorista mediante la insistencia en la ausencia de víctimas mortales. Escaso conocimiento del terrorismo etarra muestran quienes obvian que ETA asesina para conseguir unos objetivos, optando además por otros recursos del repertorio terrorista con los que persigue el desistimiento de la sociedad.
La disminución de los asesinatos etarras, que no su desaparición, en modo alguno justifica la aplicación de una «pragmática» tolerancia hacia el terrorismo en alguno de esos frentes desde los que ETA desafía al Estado. El control político, social y territorial que ETA ansía mediante la intimidación ejercida por la amenaza de sus asesinatos, el terrorismo callejero y las coacciones llevadas a cabo por asociaciones de su entorno como Batasuna y ANV, exige una contundente réplica. Esta debe articularse desde un Estado que los ciudadanos amenazados, ante sus sentimientos de vulnerabilidad y desprotección, necesitan saber sólido. Por ello, un Estado que subestima las cartas de extorsión a causa de su negociación con la banda se erige en negativo referente para un individuo amenazado, perdiendo credibilidad para exigirle al extorsionado resistencia ante el chantaje cuando las circunstancias políticas se juzgan diferentes.
En este sentido el «proceso de paz» asumió una peligrosa «lógica del mal menor» en función de la cual un bien superior, evitar víctimas mortales, reclamaba concesiones para la banda en la forma de negociaciones políticas fuera de las instituciones democráticas, la legalización de facto de Batasuna y la aceptación de un partido como ANV bajo control de ETA. Esa actitud se mantiene en cierta medida al aceptarse otra simbólica pero muy significativa derrota del Estado mediante la renuncia a la presencia de la bandera en territorios en los cuales el respeto a los principios constitucionales se penaliza con la pérdida de la propia vida.
Precisamente las causas que motivan semejante desafío acentúan la relevancia del mismo exigiendo una firmeza gubernamental hasta ahora ausente. De la sentencia del Supremo que exige la presencia de la enseña nacional se desprende cuán negativas son las consecuencias derivadas del incumplimiento de la legalidad. Así lo constata una estrategia terrorista orientada a ocupar espacios públicos y privados mediante la imposición de una atmósfera a la que coadyuva el miedo generado por la violencia.
La eficacia de la amenaza terrorista se construye sobre la base de la exclusión a la que el amenazado se ve sometido en su entorno más inmediato. De ahí que una cesión aparentemente irrelevante adquiera una enorme importancia al contribuir a la reconstrucción de un espacio hostil que afianza el aislamiento y el desistimiento.
Se complementa así la persecución y el acoso físico que ETA ejerce mediante diversos mecanismos, asegurándose de ese modo que una parte significativa de la sociedad sea incapaz de ejercer sus derechos libremente. Asumir como normales unas circunstancias tan anormales equivale a que la ausencia de la bandera con la que se representa la identidad y los derechos de una población acosada sea interpretada como una conquista más del programa totalitario que difícilmente podrá recuperar el Estado. Por tanto la indiferencia en ese ámbito favorece la eficacia de la intimidación aplicada por quienes persiguen la apropiación, a través de la fuerza, de un espacio público que es a su vez político, geográfico y humano.
Por ello resultan tan críticas batallas como las que en Lizartza libra Regina Otaola. La alcaldesa asume con su admirable y arriesgada actitud un ejemplar papel de referente ante la ciudadanía, contrastando su valiente determinación con la pasividad de otros poderes institucionales menos vulnerables que gozan además de mayores capacidades. Cuando el Estado renuncia a ejercer su responsabilidad en aras de una supuesta practicidad política, incentiva en los individuos amenazados el cuestionamiento de su sacrificada y costosa resistencia ante el terror, acrecentándose la sensación de indefensión. Así ocurre porque lo que verdaderamente se dirime es la irrenunciable defensa de aquellas libertades y derechos civiles y políticos que el terrorismo desea restringir con distintos instrumentos. Erróneo resulta minusvalorar ciertas amenazas mediante su categorización como parte de una violencia supuestamente aceptable frente a otra inaceptable que sería la que provoca víctimas mortales. Con independencia de la forma en la que se manifiesta la violencia, la condescendencia hacia la misma resulta beneficiosa para los intereses del entramado terrorista, pues el triunfo de la coacción garantiza su progresión y perpetuación.
Paul Wilkinson, precursor de los estudios sobre terrorismo, identificaba la militancia como un decisivo factor diferencial entre el terrorista y sus víctimas, o sea, la sociedad y el Estado. Mientras el terrorista fanatizado se convierte en un comprometido militante, la respuesta antiterrorista adolece a menudo de un activismo tan entregado, quedando en situación de desventaja. No obstante, desde mediados de los noventa la sociedad española sí adoptó una sólida militancia contra ETA que debilitó enormemente a la banda en frentes cruciales para su supervivencia. Para ello el impulso desde las instituciones del Estado resultó determinante, adoptándose una política antiterrorista integral que respondió al objetivo etarra de «socialización del sufrimiento» con reciprocidad, esto es, atacando con decisión todos y cada uno de los frentes de la organización terrorista.
ROGELIO ALONSO
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos
ROGELIO ALONSO
Profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos

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