viernes, septiembre 28, 2007

Manuel Rivero, El caso de los condones asesinos

viernes 28 de septiembre de 2007
El caso de los condones asesinos

MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO
A principios de los últimos años noventa se puso de moda entre los sociólogos anglosajones hablar de los «pánicos morales» (moral panics), un marbete que venía a designar ciertos fenómenos reactivos ante alarmas sociales que surgen repentinamente y que se interpretan como amenaza para los intereses o el imaginario de un grupo determinado. Se trataría de temores suscitados por personas, situaciones o acontecimientos que, aunque ya existieran con anterioridad, condensan en un momento dado de modo tan eficaz las ansiedades colectivas que se convierten en una especie de liberador de tensiones más ocultas. Esos temores, difundidos profusamente por los medios, son por su propia naturaleza transitorios y volátiles: aparecen, cumplen su función y se esfuman al cabo de un tiempo.
Los «pánicos morales» han existido desde siempre: las ominosas «noticias» acerca de fuentes emponzoñadas por misteriosos agentes extranjeros, o de apetecibles dulces envenenados que desalmados sujetos ofrecen a indefensos niños con horrendo propósito, son dos clásicos en casi todas las culturas desde la antigüedad hasta ayer mismo. La histeria colectiva desatada a finales del siglo XVII en el distrito de Salem, Massachusetts, a propósito de la extendida creencia de que las brujas se habían adueñado de la población, es un ejemplo entre muchos otros. El cine ha reflejado el surgimiento de los pánicos morales en numerosas ocasiones: M, el vampiro de Dusseldorf (Fritz Lang, 1931) o Pánico en las calles (Elia Kazan, 1950) constituyen elocuentes muestras de ello. Lo que ha variado en nuestros días es su frecuencia y amplificación mediática. El 11/S y sus secuelas para la vida cotidiana han contribuido al recrudecimiento de esos sobresaltos colectivos que, a menudo, alientan espeluznantes teorías conspirativas.
En la formación de un pánico moral puede encontrarse un suceso real o imaginario, pero también la palabra o la opinión de alguien a quien se concede (con o sin motivo) credibilidad moral. Las consecuencias de los pánicos morales pueden ser graves: desde modificar las conductas colectivas a cambiar las leyes de un país, pasando por el desorden y la agitación social. La información y el debate son las mejores armas para combatirlos.
Viene esto a cuento de unas sorprendentes declaraciones a la BBC del arzobispo de Maputo, Francisco Chimoio -una figura ampliamente respetada por su papel en el fin del conflicto armado que sacudió Mozambique a finales del siglo XX-, en las que afirmaba que tenía constancia de que algunos países europeos (que no nombró) enviaban a África condones deliberadamente infectados con el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) con el propósito (incomprensible, por otra parte) de acabar rápidamente con la población autóctona. Chimoio que, según la cadena británica, también afirmó que algunas drogas anti-retrovirales podrían estar igualmente infectadas, es un firme partidario de la abstinencia sexual y la fidelidad en el matrimonio como medios privilegiados para atajar el avance del sida, una enfermedad que provocó (en 2005) 2 millones de muertes en África sobre un total mundial de 2,8 millones (de los que 12.000 en Europa occidental).
Las opiniones del arzobispo acerca del modo de combatir la pandemia me parecen respetables, desde luego. Lo que no me lo parece tanto es la facundia con la que el líder religioso se produce, en una nación en la que la mayoría de la población está infectada por el VIH/Sida, contra procedimientos médicos y profilácticos que, aunque quizás menos «católicos», han acreditado suficientemente su eficacia en la contención de la enfermedad. Un desparpajo que socava las campañas gubernamentales anti-sida y puede contribuir a provocar nuevos pánicos morales sobre un asunto en el que ya abundan. Como Mugabe y otros dirigentes «anticolonialistas» subsaharianos, que niegan o simplifican el vínculo VIH-Sida y la eficacia de los antiretrovirales, el arzobispo Chimoio hace un flaco servicio a la salud de sus compatriotas. Muchos de ellos, además, feligreses de su iglesia.

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