miercoles 16 de mayo de 2007
DESTERREMOS LA ENVIDIA DE NUESTRA VIDA!
Félix Arbolí
D ICEN, y opino que están en lo cierto, que la envidia es tan antigua como el hombre. Lo pueden corroborar los episodios de Caín y Abel, en los inicios bíblicos de la Humanidad, Rómulo y Remo, años posteriores y remotísimos también y tantos otros que abarcarían espacios no disponibles en los límites de un artículo, aunque no acabaran en fratricidio como los citados. Todos, sin excepción, sentimos envidia de alguien a lo largo de nuestra vida, ya que se trata de un sentimiento humano muy natural. Pero eso si, hay que tener sumo cuidado en que no nos llegue a dominar de tal forma que se convierta en auténtica enfermedad o lo que es aún peor, en complejo patológico. Que es el resbalón que suelen dar los que no tienen la precaución de poner límites a esa peligrosa obsesión. Yo padezco también este mal. Lo confieso y reconozco. Me duele el alma cuando ese gusanillo que corroe mis interioridades me hace pensar y darme cuenta que no he llegado a ninguna parte. Siento envidia del que firma ese best seller que le ha hecho famoso y reconocido; del que ha sido capaz de reflejar la belleza y la perfección en ese cuadro que ha salido de sus manos, bajo el impulso de un arte excepcional; cuando me deleito con ese inspirado poema capaz de elevarme a las alturas de lo sublime, y comprobar al mismo tiempo mi insignificancia y falta de talento para intentar igualarlo. Envidio a todo el que me supera en la inteligencia, el arte y las facultades, pero no les deseo mal alguno. Todo lo contrario, les agradezco sinceramente el gran placer que me han proporcionado con su lectura, contemplación o realización de sus genialidades. Y digo para mis adentros “¡La madre que lo parió, que tío tan fabuloso!”. Me entristece, cuando admiro estas obras de arte, tener una sola vida y no haber sido capaz de aprovecharla al máximo para dejar una huella que me recuerde más allá de la muerte. Es una envidia de las llamadas sanas, pero envidia al fin y al cabo. Dicen y lo comprendo que la envidia nace de fastidiarnos tener que valorar en los demás lo que deseamos y nos falta a nosotros. Y eso es lo que me pasa a mí, que quiero dejar el negro y pasar al blanco y sólo consigo quedarme en el gris. De pequeño en esas fantasías infantiles que todos tenemos, me figuraba de mayor convertido en un célebre escritor, reconocido poeta o un hombre destacado en alguna actividad. Nadie sueña con el desaliento, el fracaso o la frustración en sus cortos años. Ahora cuando las cornetas de la realidad tocan retirada me doy cuenta de que mi dorado sueño se ha convertido en pesadilla. Ni afamado escritor, ni leído y reconocido poeta ni hombre destacado en ninguna vertiente. Pero, eso sí, doy gracias a Dios porque como esposo y padre, he cortado las orejas y el rabo, no por méritos propios, sino por la paciencia y el cariño constante que recibo de los míos. Se que debo asumir con serenidad y resignación la realidad de mi vida. No me queda otro remedio. Aunque pienso asimismo que he de reflexionar y sopesar los puntos positivos, los pequeños detalles y escasos logros alcanzados. No medirme únicamente con los que han excedido a la normalidad, sino también con los que han quedado rezagados en aquellos límites que yo he logrado superar. La envidia, no la blanca que incluso resulta estimulante, sino la negra que surge de un alma envilecida y mezquina, es una insolente demostración que descubre sin darse cuenta la propia inferioridad. No envidia el sabio al ignorante, ni el poderoso al que nada tiene, ni el triunfador al fracasado. Cuando surge destructiva, implacable, machacona y sin fundamentos que la apoyen, se sabe que hay detrás una persona aburrida, monótona e insatisfecha. Un ególatra que pasa inadvertido en su diario acontecer y le molesta que al vecino, amigo o simple conocido, le dediquen la mínima alabanza o el más sincero y sencillo afecto. El que es grande no de cuerpo, sino de alma, que es la verdadera grandeza que honra al ser humano, no se alegra del mal ajeno, ni critica el éxito del vecino. Se une a esta cadena laudatoria, porque sus glorias y loas no les pueden repercutir negativamente, sino todo lo contrario ofrecerle la oportunidad de experimentar el inigualable placer de su generosidad, que todos necesitamos. “Bienaventurados los humildes porque ellos heredarán la tierra”, son palabras santas. También lo son aquellas que dicen “No debemos juzgar, si no queremos ser juzgados”, del mismo y divino Autor. El envidioso es repetitivo, machacón y no acepta que le contradigan y mucho menos que le descubran, de ahí que se esconda normalmente bajo la máscara del anonimato. El cotilleo lo realizan siempre a espaldas del injuriado, al que luego cuando esté en su presencia le hará ostentosas demostraciones de afecto y alabanza. Así evita que le puedan criticar en sus actos y obras, porque estima que esa crítica malsana es una facultad que posee en exclusiva. Yo, por mi parte, le cedo mi posible participación. Piensa que es inadmisible que otros puedan poseer y gozar algo de lo que él carece y esa rabia que le domina, la insatisfacción que siente y la frustración que sufre, le hace ser despiadado y usar afilada y venenosa lengua. Sería eficaz y beneficioso poder castigar la envidia ajena, devolviéndole bien por mal. Yo a veces lo he intentado, aunque infructuosamente, sin que sirvieran de nada mis buenos propósitos. Resulta difícil cuando se desconoce al enemigo que se tiene enfrente Nadie está libre de pecado en esta cuestión. Yo me confieso el primero. Pero una cosa es tener envidia al joven, porque nos damos cuenta de nuestra perdida e irrecuperable juventud y añoramos los años en que la vivimos y disfrutamos y otra, desearle el mal y atacarle sin piedad por el hecho de ser jóvenes. Envidio al que puede experimentar la plenitud de la pasión y sentir las delicias del amor, porque yo los echo de menos, no los olvido, y deseo ardientemente poder sumergirme en ese océano de placeres ya desgraciadamente vedados para mi. Envidio a esos compañeros que gozan el éxito y la fama y se han convertido en héroes literarios, mientras yo continúo haciendo mis pinitos, intentando un milagro que nunca me llega. Envidio a ese poeta capaz de enamorar con sus versos y hacernos etéreos con su excepcional lirismo, porque yo lo he intentado y me quedé a mitad del camino. Envidio todo lo que quise ser y ha quedado en un sueño de amargo despertar. Pero no le deseo el mal a ningunos de los que han tenido la suerte y la capacidad para lograrlo. ¡Benditos ellos que recibieron quince denarios en lugar de los cinco habituales! Sólo intento leerlos, extasiarme ante sus obras y releer sus maravillosos versos a ver si consigo asimilar la calidad que ellos desprenden y me enseñan a corregir mis muchos errores. Envidio al que sabe poner su alma al descubierto y se hace transparente como un cristal recién limpiado con ese multiuso televisivo. El que vive sin esos complejos que rasgan las entrañas. El que sabe sonreír ante la adversidad y es capaz de saborear el triunfo de un amigo o compañero. Envidio a ese bendecido por Dios o protegido del destino que goza las mieles del éxito y es capaz de ayudar al que se encuentra agobiado por la desgracia o la escasez de oportunidades. Envidio a los limpios de corazón, y otra vez vuelvo al Protagonista de ese Evangelio que nos sirve de guía, porque ellos son los únicos que ven a Dios en cada uno de sus actos. Y envidio, asimismo, al que es capaz de pedir perdón, que es una decisión difícil porque reconoce que estaba equivocado, y hacia el que se debe tener la sensibilidad y generosidad de perdonar, que a veces también resulta un tanto heroico. Pero los envidio porque quisiera parecerme a ellos, tener el valor de realizar sus proezas y ser capaz de emular sus virtudes y enseñanzas. No me seduce envidiar de mala manera, ni comprendo el que pueda ser envidiado ya que no hay motivos para ello. Sencillamente pretendo pasar por la vida casi de puntillas, con la mirada puesta en ese más allá que es lo que realmente me preocupa en esta etapa y no suscitar resquemores ni malos entendidos entre los que puedan cruzarse en mi camino. Porque en mi corazón y lo puedo jurar solemnemente no anida ninguna clase de rencor.
miércoles, mayo 16, 2007
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