sabado 24 de febrero de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
¿Por qué los siguen votando?
Igual que se castigaba a los niños malos a irse a la cama sin cenar, alguien ha propuesto que se castigue a los municipios con quedarse sin competencias urbanísticas. Sus constantes travesuras, los harían merecedores de una sanción que trasladaría a la Xunta parte de sus poderes en la materia. Así se garantizaría mejor la limpieza de los trámites relacionados con planeamientos, permutas, recalificaciones y licencias.
La idea es tentadora. Tiene además a su favor el ambiente creado por asuntos turbios como el de Gondomar, y las periódicas informaciones sobre paralizaciones administrativas y sentencias judiciales. Se supone que las tentaciones del promotor maligno son más difíciles de soportar por el alcalde de un pequeño consistorio, que por un conselleiro que trata los temas con más distancia, ajeno a las presiones inmediatas.
Claro que, si la distancia garantiza la escrupulosidad urbanística, habría que llevar la solución hasta sus últimas consecuencias, y depositar en manos del ministro las competencias, o incluso transferirlas a la Comisión Europea, para que allí decidieran el planeamiento de Barreiros, Tui o Verín. Ya puestos, la receta podría aplicarse a otras área de gestión deficiente.
Incendios. Vista la incapacidad del responsable autonómico, el Gobierno central estaría legitimado para gestionar directamente las labores de extinción. Otro tanto habría que hacer con las competencias sanitarias, debido a las listas de espera, o con las de pesca, cuando surja algún problema con las mariscadoras. Finalmente, y siguiendo el mismo criterio, una vía para salir del atasco de la reforma del Estatuto sería encomendarle la tarea a un comisario de Bruselas que no estuviera viciado con las querellas que enfrentan a nuestros líderes.
Es la propia Unión Europea la que abrazó el llamado principio de subsidiariedad, según el cual el poder de decisión debe estar los más cerca posible de sus destinatarios. Así pues, la autonomía municipal no sólo tiene un aval constitucional, sino también europeísta. Sin embargo, ese principio se apoya en la capacidad de la ciudadanía para sancionar con su voto al gobernante que hace de la subsidiariedad una excusa para, en nuestro caso, tolerar un urbanismo caótico donde casi todo vale.
¿Existe en Galicia ese tipo de sanción? Al visitar algunos ayuntamientos del país, todos nos hemos preguntado cómo es posible que la gente siga votando al regidor responsable de semejantes desfeitas. En más de un caso, se llega a la conclusión de que lo votan precisamente porque las tolera, porque practica un laissez-faire que los vecinos ven beneficioso para sus intereses.
Aquí donde abundan las movilizaciones por cualquier cosa, escasean las que exigen menos edificabilidad, rechazan promociones costeras o piden el derribo inmediato de construcciones irregulares. Lamentablemente, y dejando aparte alguna excepción, la lucha contra el urbanismo salvaje no tiene su origen en los pueblos que lo padecen. No admitir esta circunstancia es cerrar los ojos a una realidad cotidiana.
Es obvio que si existiera esa conciencia urbanística en los vecinos, muchos regidores practicarían una política diferente, aunque sólo fuese por miedo a perder las elecciones. La presión de los promotores seguiría existiendo, pero tendría el formidable contrapeso de un electorado dispuesto a pasar factura. Hoy por hoy, ese contrapeso falta en Galicia. Ahí reside parte de la solución al problema, y no en hacer que las competencias emigren a Santiago o Madrid.
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