lunes, diciembre 18, 2006

Ignacio Camacho, Air Madrid, Del cielo al suelo

lunes 18 de diciembre de 2006
Air Madrid: Del cielo al suelo
POR IGNACIO CAMACHO
EN la Terminal 1 de Barajas, lejos de las rutilantes y carísimas vigas de bambú curvado con que Richard Rogers y Antonio Lamela concibieron la catedralicia bóveda de la T-4, la pequeña persiana bajada de Air Madrid representa la delicada frontera que separa en la economía posindustrial la cumbre de los éxitos rápidos y el abismo de los fracasos vertiginosos, esa sutil membrana que divide el cielo hacia el que vuelan algunos proyectos cargados de expectativas jubilosas y el suelo en el que se estrellan, derretidas como las alas de Ícaro, ciertas aventuras enredadas en el hilo de sus propias limitaciones. Junto a esa rejilla cerrada como un guiño cansado, el desconsuelo de los viajeros frustrados, abandonados a su suerte como nerudianos muelles en el alba del desamparo, recuerda el verso sentencioso con que Homero resumía la debilidad inerme de los hombres ante la incontrolada calamidad del destino: «Las guerras de los dioses las pierden siempre los aqueos».
Porque toda esta azarosa aventura comercial, este pulso zozobrante entre una empresa que tomaba demasiados riesgos y un Gobierno que no se decidía a atajarlos en tiempo y forma, carecería de verdadera relevancia si no existieran ciento treinta mil rehenes con su destino transitoriamente secuestrado por el inesperado desenlace del colapso. Ciento treinta mil vidas, ciento treinta mil historias zarandeadas por el viento de un caprichoso desencuentro ajeno, zanjado de golpe con un brusco bandazo indiscriminado que ha desparramado por los aeropuertos de medio mundo un reguero de contratiempos y desilusiones. Ciento treinta mil criaturas perplejas que, en el mejor de los casos, han visto evaporarse de repente una parte significativa de sus menguados caudales, cuando no se hallan ahora mismo en la incierta tierra de nadie de una terminal aérea, sin pasaje, sin avión, sin esperanza, a merced del desbarajuste y el caos, trastornadas metáforas vivas del oleaje humano ante la adversidad sobrevenida de un orden trizado.
Se puede analizar, desde la rigurosa lógica de la economía y la empresa, la evidente fractura que el arriesgado método de funcionamiento de Air Madrid provocaba en el tránsito aéreo con sus escasos recursos a todas luces incapaces de hacer frente a su altísima demanda. Se pueden elaborar a posteriori severas conclusiones sobre la elevada contingencia de los llamados vuelos baratos y la emergente irrupción de las compañías de bajo coste. Se puede reflexionar con seriedad académica sobre la evolución del panorama de la aviación a partir de la licuación de las antiguas líneas de bandera en el magma globalizado de la libre competencia. Se puede teorizar con dogmática seguridad sobre el frágil tinglado de las estrategias que priman la reducción de los precios sobre la calidad de los servicios. Se puede especular sobre la verdadera condición de las rebajas y la escasez de garantías y contrapartidas que se esconde detrás de las gangas tarifarias. Se puede discutir incluso sobre la adecuada dimensión semántica de los conceptos de carestía y baratura. Pero nada de eso va a consolar a los desesperados aspirantes a viajeros que, con el desembolso hecho y el pasaje en la mano, se han quedado literalmente arriados ante la cancelación de sus vuelos, muchos de ellos en tierra extraña y todos sacudidos por la congoja y el desasosiego de un trastorno que les ha enajenado sus derechos adquiridos. Y mucho menos les va a dar una solución a su inmediato, perentorio, exigente problema de movilidad suspendida en una fecha clave.
Para ellos, para su limitada dimensión de individuos agitados por un conflicto que les supera, ésta es una guerra ajena que les ha convertido en víctimas colaterales de un fracaso que nadie parece haber querido evitar a tiempo. Son sus intereses, sus circunstancias y su dinero los que se han quedado suspendidos en el aire de un problema que ellos no han creado. No se trata, además, de gente con recursos para minimizar el contratiempo; por la propia naturaleza de la oferta, los clientes de la compañía sancionada eran en su inmensa mayoría inmigrantes de escaso poder adquisitivo, ciudadanos de países de economía deprimida que se disponían a viajar en navidades al reencuentro de sus familias, y para quienes incluso los bajos precios del pasaje suponen un quebranto de primer orden en un presupuesto personal extremadamente vulnerable a los imprevistos y las sorpresas. Carne de cañón, pues, en un pulso de influencias que la empresa ha manejado con desaprensivo desapego y el Ministerio de Fomento, con precipitada determinación. Nadie ha buscado soluciones graduales ni fórmulas paliativas, y el resultado es un atropello sin miramientos a los derechos de unos ciudadanos que ya de por sí sufren el descarnado desequilibrio de vivir en la base de la pirámide social, donde los golpes duelen más y suenan más fuerte que en esa cúpula acomodada cuyos habitantes tienen a mano una tarjeta de crédito con la que procurarse los medios para convertir el percance en una anécdota que narrar con malhumorado cansancio al final de la odisea.
La persiana bajada de la oficina de Air Madrid es, también, la metáfora del silencio de la economía virtual. La esperanzadora facilidad de la adquisición del billete en internet se transforma, al pairo del conflicto, en una desazonadora incomunicación que deja a la víctima del problema colgada de un absoluto vacío. Un frío contestador, una yerta soledad, un desvalido abandono; las azafatas se evaporan, los empleados se esfuman en una bruma de excusas evasivas, y el viajero varado se enfrenta a la oquedad de un espacio de sombras en el que la única certeza es la desaparición simultánea de su avión y de su dinero. Y entre la confusión tumultuosa del caos aeroportuario se abre paso la sospechosa certeza de lo que ocurrirá a posteriori: una cortina de procedimientos legales, de quiebras fantasmas, de ausencia de responsabilidades, se levantará ante los damnificados dejándolos al albur de una quimera mientras las autoridades y la empresa dirimen en larguísimos pleitos quién tendrá que hacer frente a la dudosa devolución del caudal confiscado a la clientela.
La lección de este lamentable desafuero no es, pues, la de que no existen duros a cuatro pesetas, como concluyen algunos ventajistas profetas del pasado, sino la de que hay en el deslumbrante y sugestivo edificio de la nueva economía ciertas grietas por las que se filtra la humedad de la desprotección de los consumidores. Air Madrid jugaba, sin duda, demasiado fuerte; sostenía con nueve aviones un mapa de rutas a todas luces inabarcable sin graves reparos, y competía con vértigo irresponsable al borde de un abismo de ineficacia. Pero el Gobierno no tomó a tiempo las cautelas necesarias, y permitió que creciese la inestabilidad del servicio sin garantías sobre los derechos de la clientela. Al final, la intervención drástica quizá resultase imprescindible, pero quedará la duda de si la prepotencia de los «dioses» ha arrollado una vez más la humilde, vulnerable dignidad de unos «aqueos» condenados, como involuntarios Ulises de terminal, a vagar por los pasillos de esos aeropuertos de Dios en busca de un improbable pasaje de emergencia a la apacible Ítaca de sus cotidianos anhelos.

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