lunes, junio 23, 2008

Manuel de Prada, Guerra en los fogones

lunes 23 de junio de 2008
GUERRA EN LOS FOGONES

El cocinero Santi Santamaría provocó hace algunas semanas una suerte de seísmo en ambientes gastronómicos al acusar al también cocinero Ferran Adrià de emplear en la confección de sus platos sustancias químicas –aditivos, gelificantes, emulsionantes, etcétera–que podrían tener consecuencias indeseables para el organismo humano. Es probable que las declaraciones de Santamaría tuviesen unos tintes tremendistas censurables; y, sobre todo, que esos tintes tremendistas enturbiasen el meollo de su diatriba. Pues, si no me equivoco, lo que Santamaría trataba de vindicar era una cocina elaborada con productos naturales, desembarazada de esos artificios que convierten al comensal en una suerte de cobaya que prueba a degustar un plato sin saber en realidad qué está comiendo. En este sentido, las declaraciones de Santamaría podrían entenderse como un alegato contra la engañifa y el esnobismo culinarios; alegato que se me antoja sumamente higiénico.

A la cocina sospecho que empieza a ocurrirle lo mismo que al arte; ha dejado de ser una expresión del genio popular para convertirse en `producto cultural´. Si reparamos en la historia de las bellas artes, comprobaremos que se puede resumir como la historia de una domesticación. El arte verdadero nace de un fondo ancestral: los juglares que recorrían los pueblos cantando las hazañas de un héroe de otro tiempo, por ejemplo, ignoraban la preceptiva literaria; su poesía nacía de la entraña popular, era una encarnación de aquello que los románticos alemanes llamaron Volkgeist. Y lo mismo podría decirse de cualquier otra manifestación artística: la música, el baile, la pintura nacieron para dar expresión a sentimientos que brotaban del pueblo como una segregación natural del espíritu. Pero hubo un tiempo en que el arte extravió esta misión primigenia: cegó los manantiales de los que brotaba y se convirtió en un arte `fabricado´, un arte que pretendía satisfacer, antes que una necesidad popular, un prurito de `originalidad´ del artista, que en su megalomanía se creía desgajado del pueblo y, por lo tanto, capaz de crear una belleza inasequible para el vulgo, una belleza tan sublime o hermética que sólo él podía desentrañarla. De inmediato, el poder quiso apropiarse de este nuevo arte, quiso domesticarlo y convertirlo en `producto cultural´. Y así nació un arte establecido desde arriba, con sus castas de intelectuales y artistas oficiales, sus cánones establecidos, etcétera. De este modo, el arte dejó de ser un impulso originario nacido de la entraña popular, para convertirse en un artificio manufacturado que la propaganda convirtió en una suerte de religión de obligado cumplimiento: exposiciones de pintura fina encumbradas con una jerga ininteligible por los críticos de arte, libros fetén jaleados en los suplementos de los periódicos, representaciones teatrales y películas subvencionadas, sucedáneos de arte que la gente tenía que aceptar como arte verdadero, a riesgo de que se la acusase de filisteísmo. Entre los destinatarios de este sucedáneo de arte no tardó en surgir el fenómeno del esnobismo: la gente ya no se adhería a ese sucedáneo de arte porque fuese una segregación del genio popular, sino por miedo a que la tachasen de analfabeta o insensible si mostraba su indiferencia o su desdén. Y, como en la fábula del rey desnudo, son pocos los que se atreven a denunciar la engañifa. Yo no sé si la gastronomía es un arte; pero, desde luego, es una expresión del genio popular. Por eso la cocina de cada región se elabora con ingredientes distintos, por eso aporta sabores y condimentos tan diversos. Ingredientes, sabores y condimentos con los que el pueblo se identifica, porque reconoce que forman parte de su idiosincrasia. En las últimas décadas, muchos cocineros se han visto atacados por lo que podríamos llamar `síndrome del artista´: han dado en la extraña locura megalómana de pretenderse `originales´; y, de inmediato, sus creaciones se han hecho artificiosas, `productos culturales´ que la propaganda del poder canoniza y que la gente acata por temor a que la señalen con el dedo. Así, el engañabobos se entroniza como ambrosía; y la gastronomía se convierte en una arte jeroglífica y esnob que condimenta la memez contemporánea.

Para mí que el cocinero Santamaría, como el niño de la fábula, se ha limitado a decir que el rey está desnudo. Y, aunque haya revestido su denuncia de tintes tremendistas, su gallardía merece nuestro aplauso.


http://www.xlsemanal.com/web/firma.php?id_edicion=2247&id_firma=6492

1 comentario:

Anónimo dijo...

HAGASE LA CONCORDIA ENTRE LOS MEJORES FOGONES ESPAÑOLES.
El Club Molt Distingit Cuiner, impulsor y custodio de la tradicional cocina valenciana y por lo tanto de la española, no quiere desaprovechar la presente ocasión, para reconocer públicamente el altísimo servicio prestado a la emergente cocina española por la actual generación de excelsos profesionales de los fogones. Por lo tanto desde este mismo momento rogamos muy encarecidamente, que desaparezcan toda clase de enfrentamientos entre la cocina tradicional o la moderna, sea tecnoemocional, sea del estilo que se quiera. Desde nuestro Club, demandamos con urgencia que por el buen nombre de nuestra loada gastronomia, se haga la concordia entre los más acreditados fogones españoles. Atentamente. Fdo.-Juan B. Viñals Cebriá.-Presidente.