sábado, junio 07, 2008

Garcia Brera, La soledad del Papa

sabado 7 de junio de 2008
La soledad del Papa

Miguel Ángel García Brera

H E faltado a mi cita semanal en esta publicación, porque he viajado a Palermo para recoger el “Oscar a la Comunicación”. Me lo ha concedido el Instituto Superior de Letras, Artes y Ciencias del Mediterráneo, por lo que yo tenía simplemente como una larga labor periodística internacional, pero el I.S.L.A.S. ha considerado que, además, tiene la calidad que exige el Jurado de estos galardones. Les doy las gracias por creerlo así y al Dr. Tony Marotta y a su equipo, por la hermosa ceremonia que organizó en el Teatro Dante para la entrega de los Oscar discernidos en Literatura, Arte. Comunicación, Espectáculo, Espíritu Empresarial, Compromiso Civil y Talento Emergente, este último concedido a la sorprendente cantante lírica de 18 años, Simona Collera, que intervino en el acto causando admiración entre los asistentes. Giacomo Glaviano, mi amigo, colega y presidente de FLAI ITALIA me hizo la entrega en presencia de la locutora de la RAI, la bella Rosa Ricciardi, que presentó la Gala. Y, como me hospedé en el recién remodelado Grand Hotel Wagner, y tuve más ocasión de charlar con ellos, citaré entre los premiados al socio de FIJET, y presidente nacional de FIAVET, Giuseppe Cassará, y al coleccionista de arte Toti Librizzi, que mantienen directa relación con ese hotel decorado con el mejor gusto y la mayor opulencia.

Palermo es una ciudad hermosa, aunque tal vez una de las más decadentes de Italia, sin que el término lo emplee en sentido peyorativo, sino en su lado romántico y emocionante. Además es una urbe donde el sello español está bien patente, no sólo en los Cuatro Cantones, una placita cuyas cuatro esquinas barrocas están adornadas con hornacinas de varios pisos que albergan estatuas de Felipe II y otros reyes y príncipes españoles. Pero Palermo, que tiene entre otros edificios admirables el Teatro Máximo y una original catedral, en la que incluso la pila de agua bendita es de una delicadeza que cautiva, fue duramente castigada por la guerra y todavia conserva grandes cicatrices. Cada vez que la recorro, con cariño y admiración, pienso en los políticos italianos y llego a la conclusión de que carecen de sensibilidad por no haber hecho llegar al gobierno regional los fondos suficientes para recuperar y limpiar totalmente la capital de Sicilia.

Al regreso, he pasado por Roma, la bellísima Roma, la amable Roma, la cosmopolita Roma, anegada, más que llena de turistas, fueras por donde fueras, la vieja Roma de los orígenes, la Roma del papado, que es toda ella y la Roma del Vaticano con la Basílica cuya impresión monumental se compadece con le ternura que contagia contemplar la Piedad de Miguel Ángel, y con sus Museos y su Sextina, bajo cuya bóveda uno reza y pide clemencia, totalmente absorto, creyendo ya hallarse ante el Dios del Juicio Final. La Roma de la Plaza Venecia donde Mussolini comenzó la marcha, ilusionando a unas masas que, como siempre ocurre con los hombres de Estado, ya sea realmente o en sentido figurado, al final le colgaron de una soga. La Roma del Capitolio y de los Foros, la Roma de la Plaza de España -a un paso de nuestra embajada, situada frente a la columna en la que se alza la Inmaculada- con su escalera tantas veces ofrecida al mundo entero por la televisión y el cine. La Roma del Coliseo, la Roma de las iglesias tal la catedralicia San Juan de Letrán, la de Aracoeli con su milagroso Niño Jesús (el Bambolino para el pueblo) esculpido en olivo del Getsemaní, la impresionante de los Jesuitas (el Gesu), la de los Teatinos, cuyos techos decorados por frescos maravillosos pueden acercase a la vista, mediante una mesa con espejo, la de San Pedro con el Moisés de Miguel Ángel contra el que el genio se rebelaba porque no conseguía hacerle hablar, pese a que parece que, en cualquier momento, va a hacerlo, tal es su perfección. La Roma de los obeliscos y las columnas, la de los arcos de triunfo de los emperadores, la de la Fontana de Trevi, del Tritón y tantas otras, la Roma de la Boca de la Verdad…, por no seguir con más citas.

Pasar por Roma, donde cada monumento está firmado por un Papa hace pensar en tanto imbécil como tira piedras contra una Iglesia que, con sus defectos humanos, aportó a la humanidad unos principios éticos salvíficos para este mundo -y para el otro-, sobre todo el del amor al prójimo, y, al mismo tiempo, las obras de arte más importantes que el mundo exhibe en la actualidad. ¿Qué ofrecerían las ciudades al turismo –esa fuente de ingresos notabilísima para los países- si no fuera por los tesoros con que el cristianismo las enriqueció? Por eso, llama la atención como seres, tan mínimos en el concierto de los hombres, como Gaspar Llamazares, que hasta su nombre de rey mago debe a la historia sagrada, pierda su tiempo en pedir que el Crucifijo sea exiliado.

Ha querido Dios ofrecerme una muestra de predilección con la que no contaba, a mi paso por Roma. El último día de Mayo, coincidiendo con el final de un mes dedicado a la Virgen, Benedicto XVI decidió dirigirse a los fieles al final de un rosario, rezado mientras una pequeña imagen de María, custodiada por la Guardia Vaticana y seguida de un cortejo de cardenales, obispos, sacerdotes, frailes, monjas y fieles, recorría la Plaza de San Pedro. Acababa de visitar la Capilla Sixtina, cuando me informé de lo que iba a suceder y pude acomodarme en la primera fila de las sillas preparadas al efecto, en cada una de las cuales había una vela con su tulipa. Recé el santo Rosario, recordando a mi madre, que durante mi niñez lo dirigió, diariamente, en nuestra familia y canté con gozo las canciones obrantes en un manual, también regalado a cada asistente. Si la emoción de ese rezo y mis recuerdos ya eran mucho, aún se multiplicó el latir de mi corazón cuando salió el Papa. Sólo, paso a paso, desde las puertas de la Basílica se dirigió al atril (ambón podría llamarlo) preparado bajo un techado de lona blanca, y pronunció su discurso de amor a María y a los hombres. Me pareció cansado, aquejado tal vez por alguna indisposición temporal, pero firme en el cumplimiento de su misión y el afán de convencernos de cuánto el mundo necesita de la ética cristiana. Lo vi a la perfección, pues la distancia no era mucha, pero además tenía a unos pasos una de las dos enormes pantallas de televisión que lo acercaban a los fieles. Mi sensibilidad sufrió un poco al contemplarle solo, ni siquiera acompañado por cardenales u obispos; todos situados bastante lejos de él. Permaneció en pie, leyendo su homilía ante una plaza inmensa y llena de velas encendidas en las manos de los asistentes, al fondo la fachada de la Basílica. Sentí una cierta angustia ante ese hombre, que no deja de serlo, por ser representante de Dios, pero por ello debe cargar con la inmensa responsabilidad que algo así supone.

Aunque venía de Palermo con la alegría de recoger un premio, rodeado en la Plaza de San Pedro de miles de personas que agitaban sus velas, o aplaudían, en otro momento, a Benedicto XVI, lo cierto es que la soledad del Papa me traspasó el corazón.

http://www.vistazoalaprensa.com/firmas_art.asp?id=4666

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