domingo, febrero 25, 2007

Manuel de Prada, Noche y dia

lunes 26 de febrero de 2007
Noche y día

Durante muchos años, había buscado afanosamente su nombre en películas oscuras. Nuestro hombre –apresurémonos a decirlo– cultiva algunas pasiones inconfesables: entre otras, su afición por las películas de presupuestos ínfimos, también cierta debilidad por actores y actrices de carrera errática. Doce años atrás, nuestro hombre descubrió a R. en Showgirls, una especie de versión softporn y deliciosamente kitsch de Eva al desnudo. R. interpretaba allí a una stripper sin suerte, que sólo servía de comparsa a la acción principal; pero nuestro hombre se quedó prendado de su rara belleza: se quedó prendado, sobre todo, de su sonrisa convulsiva e ingenua, también de su flequillo pizpireto y de sus ojos zarcos y de su nariz chata y de sus labios muy carnosos, apretados de vida. Absurdamente, se enamoró de aquella actriz secundaria: para ensimismarse más en su amor, volvió a ver a hurtadillas Showgirls hasta media docena de veces, asegurándose de que las circunstancias fisonómicas de R. quedasen grabadas en su mente. Desde entonces, buscó compulsivamente su nombre en otras películas descatalogadas; en todas ellas, R. interpretaba siempre un mismo papel estereotipado: la muchacha candorosa, inconsciente de los instintos lúbricos que provocaba en individuos inescrupulosos; nunca faltaba en tales bodrios una escena de índole erótica o impúdica que R. desempeñaba con encomiable oficio. Mientras contemplaba estas escenas, entre desasosegado y trémulo, nuestro hombre se preguntaba si él no sería también un individuo inescrupuloso que anhelaba tan sólo ver a R. desnuda por unos minutos; pero enseguida apartaba de su cabeza esa idea insidiosa, para resolver que su obsesión por R. era de otra índole más enaltecedora, tal vez platónica. Una obsesión tan tozuda que se prolongó durante más de una década. Las películas que interpretaba R. eran cada vez de naturaleza más oscura o escabrosa; pero la sonrisa de R. seguía siendo la misma, una sonrisa convulsiva e ingenua que transmitía a su rostro una impresión de generosidad, de incesante entusiasmo. Nuestro hombre, que padecía el veneno de la literatura, llegó incluso, en el colmo de su obsesión, a convertir a R. en protagonista de una de sus novelas, ocultándola bajo el disfraz de una pin-up de los años cincuenta; fue su manera de rendirle un homenaje secreto, o ni siquiera tan secreto, puesto que puso al personaje el mismo apellido que a la actriz de sus sueños. Algunos años después, nuestro hombre se atrevió a más: lo acababan de invitar a viajar a Los Ángeles, para pronunciar algunas conferencias, y no se le ocurrió otra cosa que escribir un correo electrónico a R. (como todos los tímidos patológicos, nuestro hombre es osado hasta extremos de insensatez), presentándose como un rendido y recalcitrante fan; increíblemente, R. le respondió. Nuestro hombre, entonces, perdió el pudor: confesó a su idolatrada R. que había llegado a convertirla en protagonista de una de sus novelas (más bien tendría que haberle confesado que había cedido el protagonismo a la imagen idealizada, seguramente soñada, que tenía de ella). R. le propuso entonces que se conocieran en Los Ángeles; nuestro hombre recordó aquel aforismo que nos advierte del peligro que tienen los sueños, cuando se cumplen. Pero a la postre aceptó el reto; temía que, de lo contrario, R. lo tomara por un pusilánime. Más tarde, descubriría que R. también albergaba temores que no se había atrevido a formular: temía que nuestro hombre fuese un psicópata, tal vez un impostor. Así y todo, se arriesgó y se citó con él en un piano-bar de Beverly Hills. Por supuesto, nuestro hombre acudió a la cita con media hora de antelación; cuando R. llegó puntual ya se había embaulado un par de manhattans: el alcohol le infundía un calor bonancible e intrépido. Al verla aparecer en el piano-bar pensó que moriría de felicidad: reconoció enseguida la sonrisa convulsiva e ingenua, la misma sonrisa que había adorado en secreto durante más de una década, el flequillo pizpireto y los ojos zarcos, la nariz chata y los labios carnosos, apretados de vida. Empezaron a hablar, al principio un poco atolondradamente, luego con generosidad y entusiasmo. El pianista atacó los primeros compases de Night and Day, la célebre canción de Cole Porter; entonces R. se lo dijo, rozando con su mano la mejilla de nuestro hombre: «This will be our song». Y nuestro hombre supo entonces que los cielos le habían deparado el don más precioso, el don que ni siquiera se había atrevido jamás a soñar. Cerró los ojos, para que la realización de ese sueño fuese aún más vívida y perdurable.

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