domingo, febrero 25, 2007

El Estado en precario

lunes 26 de febrero de 2007
El Estado en precario
DURANTE los primeros meses de legislatura, Rodríguez Zapatero usó reiteradamente el mensaje de que iba a rebajar la «tensión territorial» heredada de los ocho años de Gobierno de José María Aznar. Así se daba a entender a la opinión pública que los nacionalismos vasco y catalán se habían radicalizado por reacción al centralismo de Aznar, no porque éste hubiera decidido no seguir haciendo más concesiones a hegemonías nacionalistas que no se tradujeron en mayor lealtad constitucional. El diagnóstico de Rodríguez Zapatero era intencionadamente mendaz porque ignoraba que había sido el gobierno presidido por un socialista -Pascual Maragall- quien había lanzado el mayor ataque al modelo del Estado autonómico con una propuesta estatutaria de corte confederal. También silenciaba a propósito que la radicalización del nacionalismo vasco se fraguó con el pacto de Estella, que fue una reacción soberanista al Espíritu de Ermua, surgido tras el asesinato de Miguel Angel Blanco. Sin olvidar que los socialistas vascos rompieron en 1998 la coalición de gobierno con el PNV porque sabían que este partido se hallaba negociando con ETA.
En todo caso, la carga de la prueba siempre recae en quien acusa, y Zapatero tenía la legislatura por delante para justificar su acusación, a pesar de que en los dos mandatos de Aznar se habían aprobado leyes de transferencias pendientes, un nuevo sistema de financiación autonómica y la renovación indefinida del concierto económico para el País Vasco. Sin embargo, adentrada esta legislatura en su último año, la tensión territorial que Zapatero iba a apaciguar -y que iba a ser el contexto político del fin del terrorismo- no sólo no ha desaparecido allí donde ya existía, sino que, además, se ha extendido a comunidades que nunca plantearon entre sí cuestiones de identidad, cultura, historia o recursos naturales. Rodríguez Zapatero ha impulsado personalmente una reforma del modelo autonómico que ha hecho mucho más precario al Estado, porque sus instituciones centrales tienen ahora menos recursos legales y económicos para aplicar políticas nacionales, y también porque ha provocado una litigiosidad constitucional entre comunidades que ha puesto en manos del Tribunal Constitucional todo el futuro del modelo de Estado.
El aventurerismo confederal del Estatuto catalán -enmascarado con otras reformas estatutarias leales a la Constitución, pero impulsadas por fuerza de una connivencia oportunista de la clase política más que por una necesidad real del sistema- ha supuesto un alto coste a la estabilidad del Estado, sin que se adivinen cuáles han de ser las ventajas para el conjunto de la nación. El nacionalismo catalán, al que está asociado el socialismo, sigue instalado en la reivindicación soberanista, impugna la enseñanza del castellano en las escuelas, amenaza con romper las reglas si el Tribunal Constitucional anula el Estatuto y mantiene sus lealtades al Gobierno central en condición provisional, siempre que sea rentable. No muy distinta es la situación del nacionalismo vasco, que nuevamente aspira a ganar terreno a costa -pero no en contra- del terrorismo, como ha venido haciendo en los últimos veinticinco años, y no para erradicar a ETA sin precio político, sino para cobrarlo en su integridad antes de que ETA desaparezca.
A mayor abundamiento, los dos Estatutos sometidos a referéndum ciudadano, el catalán y el andaluz, han salido escaldados, en términos absolutos, pues sólo han recibido el apoyo de algo más de un tercio del censo electoral; y en términos relativos, porque cuentan con mucho menos respaldo que sus predecesores. Este nuevo Estado que quería hacer Zapatero -realmente, un entramado de decisiones para satisfacción de alianzas partidistas- es débil, vulnerable e inestable. Está amenazado por sólidas acusaciones de inconstitucionalidad y, en vez de unir, ha separado más y a más regiones, azuzando enfrentamientos entre comunidades por bienes históricos y naturales que eran patrimonio común de esa nación española que no era discutible hasta que Zapatero decidió que lo fuera.

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