martes, octubre 23, 2007

Martin Seco, Los ejercitos y la fiesta nacional

miercoles 23 de octubre de 2007
Los ejércitos y la fiesta nacional Juan Francisco Martín Seco

El 12 de octubre pasado, como todos los años, se celebró la llamada fiesta nacional. La conmemoración suele ser bastante parca. Todo queda reducido a un desfile militar en Madrid que, todo lo más, los niños ven —tan solo algún trozo— por televisión. Este año, sin embargo, se ha querido ir más allá y el líder de la oposición, sin demasiado éxito, ha realizado un llamamiento para que todos los ciudadanos, prietas las filas, mostrasen con algún gesto su devoción a la nación española y el culto a la bandera y demás signos. Mala estrategia la de querer atacar el nacionalismo periférico promoviendo el centralista.
Lo que hay que cuestionar es toda pretensión identitaria, las falsas hipóstasis sociales, la construcción de ídolos y fantasías colectivas. Frente a la nación, el internacionalismo y el Estado, entendido en términos funcionales, lo más extenso posible en un mundo globalizado, para que el poder democrático pueda regular y controlar al económico. ¡Ojala tuviéramos un Estado europeo! Carece de toda lógica suspirar por éste y querer debilitar y dinamitar el español.
Se ha dicho que el patriotismo es el último recurso de los canallas. Casi todos los males de la historia tienen su origen en palabras grandilocuentes, altisonantes: nación, patria, religión, cultura, civilización. Bush inmola a cientos de miles de personas y destruye ciudades en nombre de la gran nación americana y de la civilización occidental, y en nombre de la civilización occidental países como España mandan a sus mercenarios a morir a miles de kilómetros de distancia.
Hace más de un siglo, Pío Baroja realizó en su novela “Parados, rey” un buen retrato de esa dinámica colonizadora que se extiende hasta los momentos presentes. La acción se desarrolla en un país imaginario de África, Uganga. El ejército colonial francés, bien pertrechado, provisto de artillería y ametralladoras, en un solo día rompe la resistencia de los salvajes y arrasa la ciudad y las aldeas vecinas. Con la paz se introduce —según cuentan en la narración— el modo de vida europeo, empieza la violencia, la explotación racional del trabajo, la prostitución, los asesinatos y por supuesto enfermedades desconocidas para los aborígenes, la variolosis, el alcoholismo, la sífilis, etcétera. El novelista los denomina beneficios de la civilización occidental. La obra acaba con las palabras del sacerdote capellán del ejército: “Demos gracias a Dios, hermanos míos, porque la civilización verdadera, la civilización de la paz y la concordia de Cristo han entrado definitivamente en el reino de Uganga”.
Pío Baroja sin duda exagera. Utiliza la ficción para describir, cual Rousseau, una situación idílica del mundo salvaje. En la realidad no existen Arcadias, pero ¿cómo no reconocer en algunos de los elementos de la novela un relato fehaciente de lo que ha supuesto la dominación colonial? ¿Cómo no acordarse de la destrucción de las reducciones de los jesuitas en Paraguay? ¿Cómo no establecer cierto paralelismo con el lenguaje hipócrita de eso que se autotitula “comunidad internacional” y que es tan solo la comparsa del imperio?
Hoy, según parece, tenemos a todos nuestros ejércitos desempeñando labores humanitarias, misiones de paz, pero curiosamente matan y mueren, al igual que lo hacían en la época colonial, y, como en la época colonial, son solo los pobres los que perecen. Téngase la opinión que se tenga de Rodríguez Ibarra hay que reconocerle una cualidad, que no suele morderse la lengua y termina afirmando aquello que no cabe en lo políticamente correcto. Hace algunos días, cuando el fallecimiento en Afganistán de soldados españoles, proclamó una gran verdad: que a las misiones de paz solo van los pobres. Pero precisamente por eso levantó todo tipo de protestas de los bien pensantes y de los bien hablantes.
El ejército español, desde que es profesional, se nutre en su gran mayoría —por no decir en su totalidad— de las clases bajas, incluso en una proporción muy importante de emigrantes. En eso nos asemejamos a EEUU cuyas tropas las forman negros y chicanos El fenómeno, desde luego, no es nuevo y tiene antecedentes en nuestro propio país. Son múltiples los escritos y artículos de Blasco Ibáñez (“que vayan todos, pobres y ricos”, “el patriotismo de los capitalistas”, “carne de pobre”) en los que criticaba la forma en que se movilizaban los soldados que debían ir a combatir a Cuba. Podían librarse del reclutamiento pagando al gobierno 1.500 pesetas, es decir, a la guerra solo iban los que eran tan pobres como para no tener seis mil reales que les librasen de la contienda.
Hoy realizamos algo parecido los que tenemos “posibles” pagamos impuestos con el fin de comprar a otros que vayan a combatir en nuestro lugar o en el de nuestros hijos. Hoy, en el ejército, solo se enrolan los que son suficientemente pobres para no poder obtener recursos por otros medios. Como decía aquel torero, “más cornadas da el hambre”. Habría que preguntarse si las llamadas misiones de paz tendrían la misma aquiescencia oficial si los enrolados fuesen, por ejemplo, los hijos de los ministros, de los directores de periódico o de las cadenas de televisión, de los banqueros, de los empresarios, de los escritores, de los altos cargos.
Hay, sin embargo, una diferencia con lo que ocurría al final del siglo XIX. Entonces nadie dudaba, por lo menos en las filas de la izquierda, de que el sistema era injusto, y se reivindicaba una y otra vez su abolición y la implantación del servicio militar obligatorio. Hoy, por el contrario, lo progre parece que es el ejército profesional y se califica de loco al que propugna lo contrario.
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