martes, octubre 09, 2007

Martin Seco, El ordago de Ibarretxe

miercoles 10 de octubre de 2007
El órdago de Ibarretxe Juan Francisco Martín Seco

Hay expresiones que se convierten en tópicos, todo el mundo termina por emplearlas. Eso es lo que ocurre con la escogida para titular este artículo. Los medios de comunicación han coincidido en señalar que el lehendakari ha echado un órdago al Estado. Discrepo de esta afirmación. A poco que se conozca el juego del mus, uno sabe que en un órdago, como en cualquier otra apuesta, se puede perder o ganar. Se arriesga toda la partida. Es mucho lo que se puede ganar, pero también mucho lo que se puede perder.
No hay órdago en la actuación de Ibarretxe, porque no arriesga nada, no hay posibilidad alguna de pérdida. A los nacionalistas todo les sale gratuito. Un sistema así montado tiene que llevar forzosamente al desastre o a la desintegración. La Transición, para bien o para mal, se basó en el pacto, en el consenso, en la cesión mutua y, puestos a ceder, la gran mayoría de los españoles —que no eran nacionalistas— estuvieron dispuestos, con tal de integrar a los nacionalistas, entonces muy minoritarios, a asumir un modelo de Estado muy ajeno a su sensibilidad y a sus hábitos: el Estado de las Autonomías.
El Estado de las Autonomías se configuró, sin embargo, con un pecado original, el de ser un modelo abierto y, por tanto, explosivo. Todo pacto debe basarse en un toma y daca, en un do ut des, de forma que queden claros los derechos de cada uno, pero también sus correspondientes obligaciones. Por supuesto que todo acuerdo es revocable y cambiante, pero reabrir la negociación debe implicar para cada una de las partes la posibilidad de ganar, pero también la de perder. De lo contrario, si uno de los negociadores no corre ningún riesgo, si sus logros anteriores están consolidados de cara al futuro, la tendencia a la revisión será permanente. Es gratuita.
Eso es lo que ha pasado y continúa pasando con el Estado de las Autonomías. Casi treinta años después de aquel pacto constitucional, el escenario es claramente negativo. El nacionalismo, lejos de integrarse, se ha hecho mucho más montaraz. También, es más fuerte tanto en número como en intensidad, transmitiendo incluso esa fuerza disgregadora, por contagio, a otras muchas regiones en las que hubiese sido impensable hace años la existencia de tal movimiento centrífugo.
Durante todos estos años la tendencia ha permanecido. Una vez tras otra se realizaban nuevas concesiones en la creencia de que así se produciría la ansiada integración, pero ignorando que todo nacionalismo lleva, se quiera o no, el germen del totalitarismo y, por tanto, sus reivindicaciones nunca tienen límite. Sólo el miedo a perder lo conseguido puede poner freno a sus exigencias.
Si en la Transición, tras cuarenta años de dictadura y de represión, era de justicia restaurar determinados derechos a las minorías que les habían sido negados, hoy son esas minorías las que pretenden imponer al resto sus planteamientos. Si era condenable que el franquismo reprimiese el uso de la lengua catalana, no es menos deplorable que hoy se pretenda perseguir en Cataluña a los castellanoparlantes, y más aún que Carod-Rovira justifique lo segundo por lo primero, con lo que implícitamente está reconociendo que el totalitarismo que informó la dictadura informa también su formación política.
A Carod-Rovira la legitimidad como vicepresidente de la Generalitat no le proviene de ningún otro lado más que de la Constitución a la que insulta y desprecia. Y la legitimidad de Ibarretxe como lehendakari tiene su origen únicamente en el propio Estado al que reta. La situación ha llegado a extremos difícilmente soportables y, lo que es peor, de no ponerse remedio, el proceso parece imparable y su final, imprevisible.
Habrá que preguntarse si no ha llegado la hora de poner límite a esta tendencia centrífuga y de cerrar definitivamente el proceso. En realidad, la hora debió llegar mucho antes. Pero cada vez es más urgente determinar finalmente y con carácter de permanencia el diseño del Estado, sin que éste se encuentre sometido de forma constante al chantaje nacionalista. Por supuesto, el modelo así fijado podría revisarse y modificarse, pero con las mismas limitaciones que hoy se necesitan para reformar la Constitución, y sobre todo en el bien entendido de que toda nueva negociación puede implicar perder lo conseguido hasta el momento.
Tal proceso pasa sin duda por un acuerdo de los dos partidos mayoritarios. Pero teniendo en cuenta la similitud cada vez mayor de sus respectivas políticas económicas y sociales, muy bien podrían enterrar durante una temporada el hacha de guerra y dedicarse a cerrar lo que hace treinta años, por un error imperdonable, quedó abierto. Es posible que ello tuviese que implicar otros protagonistas al frente de ambas fuerzas. Es posible también que el PP tuviera que desligarse de los obispos y el PSOE purgarse de algunos hábitos cuasinacionalistas adquiridos en los últimos años. Pero merecería la pena.
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