viernes, octubre 19, 2007

Manuel de Prada, Rosa de Inglaterra

sabado 20 de octubre de 2007
Rosa de Inglaterra

JUAN MANUEL DE PRADA
EN un cuento reciente que escribí el personaje femenino protagonista guardaba un declarado parecido fisonómico con Deborah Kerr. Un amigo que lo leyó, después de ponderármelo muy generosamente, añadió: «Pero se nota que eres un mitómano irredento. El personaje de la chica es inverosímil. Ya no quedan mujeres que se parezcan a Deborah Kerr». Me quedé pensativo, antes de concederle la razón. Y es que, en efecto, jamás he conocido a una mujer que me evocase, ni siquiera mínimamente, a la «Rosa de Inglaterra», apodo con el que siempre se la conoció en Hollywood (aunque ella fuese nacida en Escocia). Había en su belleza algo estatuario, una distinción que la alejaba de los cánones imperantes; algo muy gélido y candente a la vez que le permitía bordar con igual maestría el papel de una monja y el papel de una adúltera. Creo que ha sido, junto con Vivien Leigh, la única actriz británica de la que he estado enamorado.
Incluso en sus películas de juventud, tenía una belleza de mujer muy hecha y muy derecha, algo que la aparta de las preferencias estéticas contemporáneas, más proclives a la carnaza adolescente. Tenía un rostro que parecía inspirado en uno de esos bustos romanos que adornan las galerías de los museos, un rostro de mármol emergido de alguna recóndita blancura que se incendiaba en el cabello. Era en el cabello donde uno empezaba a atisbar que aquella mujer de rasgos patricios podía esconder un torbellino de pasiones sofocadas, pero prestas a enardecerse. En «Narciso negro», la arrebatadora y sublime película de Michael Powell y Emeric Pressburger, no llegaba a mostrar el cabello; y así pudo componer la monja más hermosa de la historia del cine, con permiso de Audrey Hepburn. Siempre arrastró una cierta fama de actriz en exceso comedida, en exceso aristocrática; también se le ha recriminado que sus personajes fuesen demasiado parecidos entre sí, demasiado parecidos a ella misma. Pero un mero vistazo a su carrera bastaría para desmentir estas atribuciones. La escena por la que siempre será recordada, el revolcón con Burt Lancaster en «De aquí a la eternidad», constituye desde luego una refutación de ese estereotipo. Deborah Kerr poseía una virtud que ya no asiste a las actrices: podía entregarse en una secuencia a los arrebatos más tórridos y seguir siendo en la siguiente una señora de la cabeza a los pies. A esto se le llama clase; y Deborah Kerr ha sido la classy dame por excelencia.
Si tuviera que elegir un par de películas de su gozosa filmografía me quedaría, en primer lugar, con «Tú y yo», el remake que Leo McCarey hizo de su propia película, veinte años después de rodarla con Irene Dunne y Charles Boyer. Esa cita en la azotea del Empire State Building con Cary Grant quizá sea, para los amantes de la comedia romántica, la más memorable referencia del género. Y no me olvidaría de «Suspense», la adaptación que Jack Clayton hizo de «Otra vuelta de tuerca», la obra maestra de Henry James. Allí Deborah Kerr interpretaba a la institutriz protagonista, en lucha con una ansiedad reprimida, en lucha con los fantasmas tortuosos del deseo, más demoníacos que las apariciones que sobresaltan al espectador. Nadie como ella ha sabido encarnar en la pantalla el conflicto de una mujer de fachada circunspecta que siente cómo las pasiones calladas se revuelven en un lecho de ortigas, mientras la juventud se le escapa como arena entre los dedos.
Era en este ámbito de pasiones refrenadas, agónicas y a menudo contradictorias donde mejor brillaba el arte interpretativo de Deborah Kerr. La muchacha de apariencia pavisosa que esconde un carácter indomable, la malcasada que forcejea con las tempestades de su corazón, la mujer atildada que se revela intrépida, la frígida que combate con perplejidad sus insospechados ardores. Como el verso de Garcilaso, era más helada que la nieve y más encendida que el fuego; y de esa rara simbiosis de nieve y fuego nacía el milagro de su belleza irrepetible. Salid sin duelo, lágrimas, corriendo, porque nos ha dejado una actriz de las que ya no quedan, una mujer de las que ya no existen, de las que quizá nunca existieron, salvo en los sueños de los mitómanos irredentos como yo. Descansa en paz, Rosa de Inglaterra. Nunca podré olvidarte.
www.juanmanueldeprada.com

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