domingo, octubre 07, 2007

Los mejores

lunes 8 de octubre de 2007
Los mejores
Los jugadores más entregados no han pasado todavía la selectividad. El club de mis amores, no me voy a andar a estas alturas de alopecia galopante con más dilaciones, es el Moscardó. Concretamente la escuadra infantil que juega, según tengo entendido, en Segunda. Al año que viene impondrán su ley, eso no lo duda nadie, en Primera y legiones de admiradores entonarán un himno que, de momento, nadie se sabe.
Todo comenzó, en este furor futbolero, con mi suegro que es un bendito. Aparecía de amanecidas en casa para llevarse a Manuel a jugar al futbito. Regresaba emocionado, regateando en el aire, con los ojos fuera de sí, balbuceando elogios que era difícil desentrañar. Llegué a pensar que todo aquello era la típica regresión de los abuelos, que basta con vean a sus nietos caminar sin caer petrificados para que entren en trances prolongados. Terminó por picarme la curiosidad y al acudir a uno de los partidos, en un campo asfaltado que era el lugar perfecto para desollarse, comprendí que Antonio no deliraba sino que tenía, por alguna causa desconocida, en mi propia casa a un prodigio del balón. Otro padre, mucho más entregado, me vino a decir que era, nada más y nada menos, que la reencarnación del Buitre. No se refería al ave carroñera sino a aquel rubiales que hacía paredes recordando las astucias del patio de colegio.
El año pasado ingresó en el Moscardó con toda la cuadrilla de amigos. Nos han dado unas mañanas de sábados espectaculares. Los resultados, tengo que confesarlo, fueron más bien mediocres pero el juego era, de verdad, puro ensueño. En el graderío nos congregábamos un puñado de padres que nos las dábamos de entendidos y una madres que son las mejores aficionadas que puedan conocerse. No tienen ni idea y, además, hacen gala de ello, pero animan a sus cachorros con una gracia incomparable y, sobre todo, desconocen el cansancio o el derrotismo.
La madre de Mario lanza cada poco su grito de guerra: «¡Vamos muchachos!». Ante esa llamada al coraje todo el canturreo del «a por ellos» pasa a mejor vida. Entre mis múltiples debilidades nunca he pasado por la de acudir al campo a ver los partidos. Donde esté el sofá, que se quite el agobio de la multitud y el griterío demencial. Sin embargo, el Moscardó me ha metamorfoseado. Ahora no me pierdo ni un partido, llueva o haga sol. Hemos pasado un frío polar y, prueba de nuestra voluntad sacrificial, hemos madrugado días en los que el cuerpo estaba cosido a las sábanas.
He conocido a sujetos que eran capaces de dar, de carrerilla, alineaciones completas de épocas remotas. En Nueva York, un taxista ruso me cantó la delantera de su selección hasta el año 1962 en el que, según me dijo, se le estropeó la tele y no ha vuelto a sintonizar con nada. A mí, vuelto un pre-socrático, no me interesa nada de lo que sabía porque mis amores son los del Moscardó. Tenemos en la portería a Api que, en ocasiones, parece que fuera de goma. En la defensa se baten el cobre Carlos, José, Javi, Diego y Domingo, en el medio del campo Fernando, Víctor y Emilio se multiplican más allá de toda lógica, y en la zona resolutiva Mario impone la pausa y el temple. Este año nos hemos reforzado y tenemos jugadores para hacer dos equipos. Acabamos de jugar con el San Viator y algunos de los nuevos, César, Cristian o Jesús, han demostrado que sólo podemos esperar lo mejor. Además nuestro entrenador Chema es una especie de racionalista de la cosa. Callado, serio, meticuloso. En fin, un «mister» como una catedral.
Se ha citado muchas veces una frase de Camus en la que decía que todo lo que sabía sobre ética lo había aprendido en el fútbol. Lo cierto es que yo he recibido importantes lecciones de compañerismo viendo a los infantiles del Moscardó. Protestamos o aplaudimos desde la grada; en realidad nuestro desafuero sólo persigue una cosa: la felicidad de nuestros hijos.

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