jueves, octubre 18, 2007

Jose Melendez, Monarquia o Republica, un debate extemporaneo y sectario

jueves 18 de octubre de 2007
Monarquía o República, un debate extemporáneo y sectario
José Meléndez
P LANTEAR un debate sobre el modelo institucional del Estado a los treinta años de una democracia parlamentaria que le ha dado a España el mas largo período de estabilidad y prosperidad registrado en los últimos siglos, es un arriesgado e innecesario ejercicio que nace erróneamente en el choque ancestral entre derechas e izquierdas que ha caracterizado a la sociedad europea en los tiempos modernos. Y califico este hecho de error porque ni la Monarquía ni la República son partidos políticos con un signo ideológico definido sino un concepto institucional de la representación del Estado. Considerar a los monárquicos de derechas y a los republicanos de izquierdas es una clasificación maniquea debida al sectarismo imperante en los últimos ciento cincuenta años. Para hablar de Monarquía o República no puede uno circunscribirse al añoso concepto de las monarquías absolutistas del siglo XVIII para atrás o de las repúblicas igualitarias surgidas de la Revolución Francesa. De entonces acá –y la Historia así lo proclama- ambos conceptos han evolucionado tanto que llegan a ser irreconocibles en los momentos actuales. Curiosamente, la Monarquía es la que ha evolucionado mas para acoplarse al sistema democrático y parlamentario y en este sentido han sido las monarquias españolas las que mas avanzaron en la aceptación del ejercicio de las libertades que demandaba la sociedad, desde los Ordenamientos de Pedro IV de Aragón en el 1.340 y de Alfonso XI en el 1.348 y la Constitución de las Cortes de Cadiz, la famosa “Pepa” en el 1.812 hasta la Monarquía constitucional de nuestros días. La República, por el contrario, ha ido sufriendo una cada vez mayor degradación, especialmente en el Norte de Europa, y países iberoamericanos, africanos y asiáticos, por la lucha encarnizada de los partidos políticos y las ambiciones personales. La denominación de República Democrática, se ha usado como una manta engañosa en la que se envolvían regímenes puramente totalitarios que nada tenían –ni tienen- nada que ver con la democracia. El sistema monárquico funciona perfectamente bien en su papel protocolario y hasta romántico de cabeza representativa del Estado en países de tan honda raigambre democrática como el Reino Unido o las monarquías escandinavas. Y el sistema republicano también (cuando no ha sido contaminado por los sectarismos y las luchas por el poder fuera del marco democrático,) en países como los Estados Unidos o Francia. En ninguno de ellos se discute el sistema que tienen porque es la consecuencia de raíces tradicionales e históricas que han sido aceptadas por todos. La experiencia republicana no ha sido buena para España. En la primera se terminó por perder el dominio colonial y el país se sumió en una crisis política y económica que la pléyade de partidos políticos. enzarzados en interminables discusiones en el Congreso de los Diputados, no pudo ni supo resolver. Y en la segunda, la demagogia y la disparidad de objetivos en los sucesivos gobernantes desembocó en el triste episodio de la Guerra Civil porque el gobierno de Casares Quiroga era incapaz de detener los asesinatos en las calles, culminados con el del parlamentario Calvo Sotelo, la quema de conventos y la desaforada presión de los socialistas y comunistas del Frente Popular. Y hay que hacer constar, ya que se habla ahora tanto de la Memoria Histórica y hasta se pretende convertirla en ley, que en aquellos tiempos el Partido Socialista español no era un partido democrático porque bajo la batuta de Largo Caballero pretendía imponer, y la impuso en la zona de su influencia durante la guerra, la dictadura del proletariado, en la mas pura doctrina marxista, de la que después lo libraría Felipe González, en la mas lúcida decisión de su notoria vida política. Una prueba de ello fue la revolución de Asturias de 1.934, en la que socialistas y comunistas intentaron un golpe de estado en toda regla contra el gobierno legalmente constituido, revolución que fue sofocada precisamente por el general Franco, dos años antes de que él hiciera lo mismo. Negar la existencia de una corriente antimonárquica en el momento actual es un torpe ejercicio de ceguera ante la realidad o una rechazable complacencia ante la significación del hecho. Esa corriente existe y no se puede imputar solamente a unos cientos de incontrolados antisistema, porque esa primera quema de fotografías reales –que todavía están sin el debido castigo judicial-, prolifera cada vez mas; se humilla y hasta se ultraja la bandera nacional y existen partidos republicanos e independentistas que forman parte de gobiernos autonómicos y apoyan con su voto al gobierno central y hasta surgen en los medios de comunicación voces pidiendo la abdicación del Rey- Es de notar que toda esa parafernalia antimonárquica no se había producido en la España democrática hasta que José Luis Rodríguez Zapatero tomó las riendas del poder. Ese es un hecho que demanda un profundo análisis por las impredecibles connotaciones que pueda tener en el futuro de nuestro país. Y este análisis puede comenzar por el examen de las intenciones de Zapatero de cambiar la España que el electorado puso en sus manos por otra federal y, aunque no lo diga, republicana. Para conseguir lo primero se puso a trabajar desde el primer momento y el nuevo Estatuto catalán fue la lanza rompedora del sistema territorial vigente, porque la única forma de cambiar subrepticiamente la Constitución es la vía estatuaria. Y eso es lo que piensa aplicar en el País Vasco. Ante el inaudito desafío al Estado del lendakari Ibarreche, Zapatero adoptó en su reunión con él del pasado martes dos posturas: la de la firmeza a mantener que el pretendido referéndum de Ibarreche es ilegal y de imposible realización y la solapada de la apertura de una vía de negociación mediante la reforma del Estatuto de Guernica. El tema es tan complejo y tan peligroso que merece un comentario aparte en los próximos días.. La polémica por la bandera nacional puede ser un buen punto de partida. El carácter simbólico de la bandera española y su debido uso están perfectamente descritos en la actual Constitución española que dicta unas normas inapelables que, sin embargo y de forma incomprensible no se cumplen ni se hacen cumplir por quienes tienen la obligación de hacerlo. La airada e, incluso, histérica reacción del PSOE al vídeo en el que el líder del PP, Mariano Rajoy, pedía mostrar la bandera roja y gualda en el Día de la Hispanidad como prueba de una redundancia tan elemental y necesaria en estos momentos como es la españolidad de los españoles, tiene un decidido tufo de falsedad en el concepto. Dicen que el PP no se puede apropiar de los símbolos que son de todos los españoles y no es cierto. Porque la bandera nacional no es la de los nacionalistas catalanes, vascos o gallegos, ni la de los socialistas y comunistas que ondean las banderas republicanas en todas las manifestaciones organizadas por la izquierda en estos tres últimos años, Y si el gobierno piensa así, ¿por qué no obliga a izar la bandera española en tantos ayuntamientos y edificios públicos autonómicos donde es notoria su ausencia o su arrinconamiento? Para los nacionalistas vascos y catalanes la “ikurriña” y la •senyera” son objetos de culto obligado. Eso está admitido en la Constitución y a nadie fuera de esas autonomías se les ocurre quemar o vejar una de esas banderas. ¿Por qué ellos tienen que hacerlo con la enseña nacional ante la complaciente negligencia del gobierno de España? Otro de los temas para estudiar esta absurda y sectaria polémica entre Monarquía o República es la Ley de Memoria Histórica, un proyecto personal de Zapatero que acogió con entusiasmo el afán reivindicador de los que todavía saborean el amargor de la derrota. Cuando el proyecto está a punto de convertirse en ley y ya se conoce su articulado, la impresión que se saca de su lectura es un irresponsable afán de resucitar las dos Españas, convirtiendo a la izquierda en depositaria de las excelencias republicanas y al Partido Popular en heredero del franquismo. Eso, a los setenta años de la finalización de la guerra y cuando ya las heridas estaban cicatrizadas, es un ejercicio infame de hurgar en la mayor tragedia de la historia de España con un criterio sectario de buenos y malos, trastocando para ello la lógica y la razón, porque en una guerra siempre hay dos bandos, hay vencedores y vencidos y hay atropellos e in justicias que dejan rescoldos de rencor y de odios tanto en un bando como en el otro. En otra de sus grandilocuentes frases, salidas de alguno de los 656 cerebros que maman del Presupuesto Nacional por asesorarle, Zapatero acaba de apropiarse para su partido de lo que él llama “la España serena”. No está muy clara la intención del concepto porque no se sabe lo que el presidente entiende por serenidad, como no sea el estoicismo para aguantar los abucheos o la sonrisa para disimular sus contradicciones y reveses. Pero lo que sí se va dibujando, todavía con perfiles imperceptibles, es que la “España serena” de Zapatero podría ser la España republicana. No hay ningún reparo que oponer a ello porque en democracia todas las propuestas son válidas si cumplen con las normas, pero que lo diga claro y alto si es así, en vez de emboscar sus intenciones y dejar correr una polémica absurda e innecesaria en estos momentos.

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