miércoles, octubre 10, 2007

Ignacio Camacho, Pacto de sangre

jueves 11 de octubre de 2007
Pacto de sangre
IGNACIO
CAMACHO
JUAN Carlos Domingo y Gabriel Ginés nunca rompieron el Acuerdo Antiterrorista. De hecho lo vivían con la intensidad y la cohesión de un pacto de sangre bajo una cotidiana amenaza común. El uno, militante del PSOE, haciendo política como concejal de Galdácano; el otro, del PP, protegiéndole como escolta para que pudiese hacerla, según la macabra lógica (?) de un País Vasco en el que representa un peligro mortal ejercer según qué derechos. La bomba que estalló el martes en el coche de Gabriel pudo llevarse a cualquiera de los dos por delante, o a los dos juntos; ambos simbolizan así el drama del constitucionalismo vasco, en el que las fronteras de la ideología se borran en la desazón de una vida real que unifica a las víctimas de la coacción mientras los estados mayores de la política escudriñan sutiles divisiones de galgos y podencos entre juegos macabros de aprendices de brujo.
A la luz de esta clarificadora experiencia de sufrimiento compartido, ninguna persona sensata entiende en España que el Pacto por las Libertades continúe convertido en papel mojado. Cada día que pase sin ser reconstruido constituirá un monumento a la sinrazón política, esculpido por dirigentes incapaces de generosidad y de autocrítica. Si nuestros dos grandes partidos no se unen siquiera para desfilar ante la ruleta sumarísima de la muerte, no habrá ningún resquicio de esperanza en el que los ciudadanos puedan atisbar su anhelo de un Estado unido frente a la amenaza terrorista.
Corresponde desde luego a quien rompió el acuerdo proponer el primer paso adelante para recuperarlo. Pero es probable que Zapatero no lo quiera dar porque prefiere arrostrar en solitario la cara amarga del desafío que emprendió al lanzarse por su cuenta a una negociación embarrancada. Tampoco parece dispuesto a arrostrar la carga de rectificación que supondría rescatar el consenso, ni aceptar como impuestas las condiciones -sobre todo, la ilegalización de ANV y la respuesta conjunta al Plan B de Ibarretxe- que el PP le pondría para restablecerlo.
Con la vista puesta en las elecciones, el presidente sigue empeñado en hacer las cosas a su modo, para obtener un beneficio político improbable desde el momento en que todo el país ha percibido la debilidad de su juego. Ilegalizará a ANV, como ha dicho el ministro Bermejo, «cuando convenga a la jugada», y afrontará el reto soberanista a su manera. Cuenta con que el PP tendrá que apoyarlo de todos modos, y en su soberbia pretende darle solo la vuelta a un partido cuyo resultado se puso él mismo cuesta arriba al fracasar en su temeraria estrategia de diálogo.
Se trata de un juego absurdo, egoísta y quizá suicida, que debilita al Estado y compromete al Gobierno ante una más que verosímil situación crítica. Pero que, sobre todo, desprecia la realidad arriesgada y dolorosa del País Vasco, en el que socialistas y populares viven al borde de un idéntico abismo al que se asoman sus propias vidas. No es razonable que la arrogancia de un político a la deriva ignore hasta ese punto la cordura por un puñado de votos que acaso ni siquiera obtenga por este camino.

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