martes, octubre 09, 2007

Ignacio Camacho, De pronto, España

martes 9 de octubre de 2007
De pronto, España

IGNACIO CAMACHO
ALGO raro ha tenido que pasar en los últimos tiempos para que la principal novedad de la Fiesta Nacional vaya a consistir en el énfasis con que el Gobierno de España se dispone a demostrar lo mucho que le gusta España, la lealtad que profesa al Rey de España y el respeto que le merece la bandera de España. Cuando se solemniza algo tan obvio se diría que no estaba claro. Y no lo estaba, desde luego: no hace mucho que el presidente Zapatero, el mismo que está a punto de meterse un palo por la espalda para mantenerse erguido con la mayor marcialidad en el desfile del 12 de Octubre, proclamaba en el Senado su convicción que el concepto de la nación era un asunto «discutido y discutible». Parece que de golpe tan descoyuntada entelequia ha pasado a resultar una evidencia fuera de duda, sin que para sustanciar tan prolija discusión haya mediado otra premisa que la proximidad de unas elecciones. Bienvenidas sean, si su sola inminencia obra prodigios como el de que Batasuna vuelva a ser ETA o el de que España retorne a su íntegra condición nacional. Aunque no deja de resultar extraño que hayan de concurrir circunstancias políticas mudables para que algunos jueces y fiscales apliquen la ley y para que el Gobierno de España manifieste su entusiasmo por España.
Uno siente sana envidia de Francia, esa nación tan denostada, que cuando llega su Fiesta Nacional la celebra sin someter a debate la idea de la nación misma ni ajustar cuentas con sus demonios históricos. Llega el 14 de julio, el presidente de turno recorre los Campos Elíseos rodeado de la Guardia Republicana a caballo, festejado como un rey sin corona, y la gente agita banderitas tricolores y canta «La Marsellesa». Con un par. Liberté, egalité, etcétera. Luego los políticos dan discursos, pero por lo general se suelen centrar en el futuro, sin discutir qué diantre es Francia, ni quién forma o no parte de Francia, ni si hay que quitar o poner la bandera de Francia. Nadie se plantea que la nación francesa sea un asunto susceptible de discusión, ni se come el tarro con debates identitarios, ni necesita que el Gobierno francés proclame su intenso amor por Francia como si la acabara de descubrir. Va de soi.
Aquí, por contra, parece necesario aclarar que el Gobierno de España se siente, efectivamente, español, y lo proclama con insistencia sospechosa mientras los socios que lo mantienen en el poder se envuelven en sus pequeñas banderas territoriales para excluirse de una nación a cuyo Gobierno, sin embargo, apoyan y sostienen. Algo no cuadra cuando es menester reivindicar la evidencia. Una mala conciencia, un fallo de cohesión discursiva, un cierto complejo latente de culpa anida en esta repentina energía patriótica, en esta acentuada inflexión españolista con perfume de sobreactuación de circunstancias. Algún error habrá que expiar, alguna cuenta quedará pendiente de saldar cuando se considera conveniente proclamar con escenificado empaque algo tan sencillo, tan íntimo, tan esencial y tan cotidiano como la españolidad de lo español y de los españoles.

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