viernes, octubre 19, 2007

Eduardo San Martin, Una venda en los ojos

sabado 20 de octubre de 2007
Una venda en los ojos

EDUARDO SAN MARTÍN
LOS magistrados del Constitucional son, todos ellos, presuntos prevaricadores. Ese es el hierro con el que los marcan a fuego los partidos. Los seleccionan más por afinidades ideológicas o políticas y menos por méritos profesionales, y, cuando ya se encuentran en ejercicio, predicen cada uno de sus pronunciamientos en función de esos antecedentes. Yo, Gobierno, presumo que los magistrados escogidos según mis criterios van a fallar siempre a mi favor; y yo, oposición, estoy convencida de que «los míos» harán lo propio con mis iniciativas. Lo dicho: los grupos parlamentarios eligen a esos magistrados, y no a otros, porque adjudican a los escogidos la presunción de que van a prevaricar. No puede comenzar de peor manera, pues, la andadura de una institución capital del Estado, cuya función le obliga a situarse, como condición constitutiva, por encima de un poder legislativo cuya producción normativa es el principal objeto de su control.
Puesto que es inevitable que los magistrados deben ser elegidos por un poder del Estado, es preferible que ese poder sea el que representa la soberanía popular, y no, como en Estados Unidos, directamente el jefe del Ejecutivo (aunque después el Congreso haya de ratificarlos). Y dado que es imposible encontrar a candidatos ideológicamente inocentes, no es que sea inevitable, sino que es incluso conveniente que la composición del Tribunal refleje la pluralidad existente en la sociedad que se refleja en las cámaras parlamentarias. Pero, aceptados esos condicionantes, sería posible encontrar criterios más depurados de selección que los que se practican hoy, con objeto de que los magistrados pudieran disfrutar, desde su elección, del beneficio de la duda. Cómo concedérselo, sin embargo, si los propios grupos que los eligen están prejuzgando cada una de sus decisiones futuras desde el momento mismo en que se constituye el Tribunal; si los seleccionan no sólo por su ideología, lo cual no es en sí tan grave, sino preferentemente en función de una previsible obediencia política.
Con todo, habría que intentarlo -otorgarles el beneficio de la duda- a pesar de esa eventual contaminación de origen. Es lo que hay, y seguramente por mucho tiempo, porque no es previsible que los partidos cambien de criterio de selección, salvo que sufran un repentino arranque de confianza en una genuina división de poderes en la que ninguno de ellos cree de verdad. Así que, a la espera de que los grupos emprendan algún día ese camino de Damasco, habrá que tratar de no hacer más difícil aún el trabajo de los magistrados, porque no hay otros y porque los necesitamos.
La salud del sistema requiere de un Tribunal Constitucional sobre el que no se cierna permanentemente la sombra de la sospecha, so pena de que se esté sometiendo todo el entramado político democrático a idéntica desconfianza. Dicho de otra manera, deberíamos colocarnos sobre los ojos la venda que los grupos políticos le han arrebatado a la Justicia y pensar que, a pesar de la perversión del sistema de elección, los magistrados del Constitucional no tienen por qué ser, necesariamente, unos prevaricadores.
No deberíamos concluir que, porque Pérez Tremp haya escrito algo relacionado con un aspecto del Estatuto de Cataluña y sean conocidas sus simpatías nacionalistas, va a fallar necesariamente en contra de su conciencia de jurista. Como no tendríamos que suponer que los magistrados de extracción conservadora García-Calvo y Rodríguez-Zapata van a prevaricar en el recurso contra de la prolongación del mandato de la presidenta sólo porque lo ha presentado el PP. No se trata de un ataque de ingenuidad. Es pura necesidad. Sencillamente, necesitamos pensar así, aunque no siempre suceda tal cosa, porque, si no, todo el tinglado se nos viene abajo. La democracia está hecha de convenciones. Y una de ellas, imprescindible, consiste en admitir que los jueces imparten siempre justicia, con independencia de sus creencias, de su origen y de su vida privada. De lo contrario, damos cuerda al más destructivo de los relativismos.

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