jueves, octubre 18, 2007

Daniel Martin, Deborah Kerr

viernes 19 de octubre de 2007
Deborah Kerr Daniel Martín

Pretendía decir en este artículo que el Planeta no es un premio literario sino una enorme promoción publicitaria impulsada por el papanatismo de los medios. También pretendía revelar mi sorpresa ante la sorpresa causada por el segundo puesto de Boris Izaguirre; lo extraño es que Ana Rosa Quintana aún no haya ganado este premio. Pero acaba de morir Deborah Kerr, una de las grandes del cine, y, además de que la actualidad manda, siempre es más reconfortante hablar bien de alguien que destapar otra de nuestras vergüenzas que, por otra parte, seguirán ahí la semana que viene.
Deborah Kerr, escocesa de nacimiento, se inició en el duro mundo del ballet. Quizás de ahí derivó su aire un tanto cursi y su absoluta normalidad como persona, consciente de que el éxito es fruto del esfuerzo y el trabajo bien hecho. Nunca dio un escándalo y su figura, tristemente, no brilló tanto como las de otras actrices menores, como Liz Taylor o Joan Collins. Una vez dijo que “las personas con éxito parecen en su mayoría neuróticas. Quizás deberíamos dejar de compadecernos de ellas y comenzar a compadecerme a mí por ser tan condenadamente normal”.
Y tenía razón. Porque, aunque nunca fue de mis actrices favoritas, lo cierto es que su presencia es inevitable en muchos de mis filmes predilectos: El prisionero de Zenda, Las minas del Rey Salomón, Quo Vadis?, Julio César, De aquí a la eternidad, El rey y yo, Tú y yo, Buenos días, tristeza o La noche de la iguana. Más que por su fama o por su carisma, a un actor se le debe juzgar por sus papeles, por la cantidad de veces que estamos dispuestos a volver a ver sus películas. Y con Deborah Kerr uno siempre termina volviendo a ella.
Marlon Brando, por ejemplo, es un actor de fama inmortal. Sin embargo, pocas de sus películas se pueden ver más de una vez. Quizás, tan sólo, El padrino. Pero Deborah Kerr, menos célebre, menos alabada, es la mujer que se deja bañar por las olas mientras besa a Burt Lancaster, la institutriz inglesa que enamora al rey de Siam encarnado por Yul Brynner, la mujer por la que rivalizan los espadachines de Zenda en el mejor duelo de espadas del cine, la paralítica que al final de Tú y yo abraza a Cary Grant y emociona, generación tras generación, a millones de espectadores. ¿Quién es, por tanto, una estrella más rutilante?
La Kerr nunca ocupará uno de los primeros lugares en las listas de actrices más glamourosas o más reconocidas. Pero hay que reconocer que su filmografía es difícilmente igualable. Y, sin duda, fue una gran profesional que dejó algunas interpretaciones memorables. Fue nominada seis veces a los Oscar, pero sólo ganó, hace 14 años, un premio honorífico, cuando ya hacía tiempo que se había retirado del cine.
El ejemplo de Deborah Kerr sirve para plantearse numerosas cuestiones. Ya no hay actrices de su nivel ni con su capacidad de flotar en la pantalla como una diosa etérea, inalcanzable y, a mi entender, un tanto cursi. Y tampoco hay películas como las que ella protagonizó y que la condenan a la eternidad cinematográfica. Quizás deberíamos dejarnos de tanta estrella mediática y abogar por profesionales que, sin hacer ruido, dejen a los directores, guionistas y productores hacer su trabajo para fabricar buenas películas. Claro que ese camino se abandonó hace mucho tiempo.
Como la mayoría de los actores británicos, tras abandonar el ballet, Deborah Kerr comenzó a actuar interpretando distintos papeles en representaciones de obras de Shakespeare. Gracias a esa escuela se convirtió en una espléndida actriz que podía decir con la mirada mucho más de lo que pronunciaba en palabras. Por otro lado, aunque nunca fue una favorita del público, tenía esa capacidad, tan escasa, tan inaprensible, de llenar la pantalla con su simple presencia. Era una estrella del cine y, no obstante, su poco escandalosa forma de ser y su vida tranquila la colocaron en la segunda fila del estrellato. Así es nuestro mundo, esclavo del morbo y el ruido.
Por eso, por una vez, dejémonos de polémicas estériles y recordemos a otra de las grandes, olvidando por unos días las miserias personales, nacionales y mundiales, sentándonos cómodamente en un sofá con una cálida mantita, y disfrutando del buen cine que realizó esta espléndida actriz. El luto, con los grandes, es menos triste que con los mediocres: siempre queda el dulce sabor de sus obras, en este caso de sus mejores escenas.
dmago2003@yahoo.es

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