miércoles, octubre 10, 2007

Carlos Luis Rodriguez, Mutacion en las Azores

miercoles 10 de octubre de 2007
CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
a bordo
Mutación en las Azores

El problema del voto emigrante no está sólo en la forma, sino sobre todo en el fondo. Lo que destaca es la manipulación más grosera, mediante esos expertos en la compra-venta de papeletas, que hacen acopio de votos para después vendérselos al político. Pero aunque eso se arreglara con la utilización de urnas, interventores y juntas electorales al estilo de la metrópoli, el sufragio seguiría estando viciado.
El votante de aquí no sólo actúa por lo que pueda darle el político que lo galantea. También calcula lo que le cuestan las promesas y tiene elementos de juicio para calibrar la credibilidad del candidato. Sabe lo que hizo el último verano, conoce su trayectoria, lo trata a través de los medios de comunicación. El votante postizo de allá únicamente puede valorar lo que le dan.
Al meter en el mismo resultado mentalidades políticas tan distintas, se están mezclando épocas que nada tienen que ver. Es como si, gracias a una prodigiosa máquina del tiempo, trajésemos a la actualidad a una parte de la Galicia caciquil. La protesta sería unánime porque ni el cacique mañoso, ni el ciudadano sumiso de entonces encajan en una democracia moderna.
Los sufragios de esa Galicia trasplantada serían considerados sospechosos. Se exigiría su anulación, o un reciclaje previo para adecuar a esos gallegos del pasado a los usos y costumbres del presente. Esa reeducación no es posible con la galleguidad emigrante porque está lejos y además, en el caso de la americana, vive inmersa en regímenes y sociedades donde el estándar de calidad democrática es distinto al europeo, por decirlo de forma suave y educada.
La prueba está en la americanización que sufre el político gallego cuando cruza el Atlántico. A la altura de las Azores, el dirigente europeo sufre una mutación y aterriza en el aeropuerto de destino convertido en el clásico populista. No hay que culparlo por ello. Se mimetiza con el ambiente. Sabe que no puede hablarle a los gallegos del otro lado en el mismo lenguaje, con las mismas claves que usa en éste.
Al parecer, el humorista elegido para amenizar la espera del discurso presidencial en Buenos Aires se pasó con las alusiones de erotismo marisquero. Se pasó según el criterio galaico de la Galicia digamos europea, porque allá la concurrencia lo festejó con grandes aplausos. Hay un desfase humorístico que también se da en la política, y se seguirá dando por más que mejoren los controles de pureza electoral.
Volviendo al político mutante, su americanización constata que hay una enorme distancia entre las dos galleguidades, en lo que a cultura política se refiere. Es posible que subsista en Argentina o Uruguay un vestigio de Galicia, pero ya es una Galicia americana, integrada en una forma de hacer política que cada vez se parece menos a la que se inserta en Europa.
Por eso, el empeño de incorporar políticamente al gallego argentino o uruguayo a la Galicia de hoy es tan inconsistente como pretender que un gallego de Lalín o Allariz participe activamente en la política venezolana. No basta con apelar a las raíces comunes para establecer una comunidad política, cuando las ramas se han distanciado tanto. En suma, no sólo es cuestión de mejorar las garantías para que el voto sea más limpio de lo que es, sino que hay un foso profundo que no se cubre con voluntarismo.
Somos gallegos, pero distintos y distantes. Ignorarlo es un error que puede llevar, Dios no lo quiera, a que se vea al votante de ultramar como a un intruso.

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