lunes, octubre 22, 2007

Alberto Piris, La trampa afgana

martes 23 de octubre de 2007
La trampa afgana Alberto Piris*

Afganistán es una espina clavada en el costado de la opinión pública española desde que nuestros soldados se hallan de guarnición en ese inestable país, con el bienintencionado propósito de contribuir a su reconstrucción y asegurar su futura estabilidad. Es cierto que lo hacen observando la plena legalidad nacional e internacional (la misma que fue vulnerada cuando otras tropas españolas apoyaron en el 2003 la invasión angloamericana de Iraq), por lo que a este respecto nada hay que objetar. Pero las circunstancias que definen hoy la situación en Afganistán arrojan más sombras que luces y obligan a una permanente reflexión sobre la necesidad de continuar con la misión.
No es España una excepción. En Alemania, país cuya implicación militar en Afganistán es parecida a la española (sus soldados tampoco combaten directamente a la insurgencia, como sí hacen canadienses, holandeses e ingleses) aunque despliega allí un número mayor de tropas, el porcentaje de ciudadanos que en los dos últimos años apoyan la participación militar de su país en misiones de pacificación ha descendido del 46% al 34%, y el de los que se oponen a tales misiones ha pasado del 34% al 50%. Datos de gran interés, que no dejarán de tener repercusiones políticas en cualquier proceso electoral, como las elecciones federales alemanas de dentro de dos años.
La situación política en Afganistán se hace cada vez más confusa y se advierte que el Gobierno de EEUU no muestra mucha coherencia sobre cómo abordarla. En los últimos tiempos, tanto desde Washington como desde Kabul se han escuchado repetidas declaraciones oficiales que anunciaban la inminente destrucción de todo residuo talibán en el país. Este hecho no se ha producido sino, al contrario, todo indica la lenta pero progresiva recuperación de los talibanes, no sólo en aquellos lugares donde han recuperado el poder local, sino también ante la opinión pública afgana, cansada de sufrir los efectos de una ocupación militar extranjera que no reporta los beneficios que tanto se pregonaron y sí mucho sufrimiento y humillación.
Por eso causó mucha sorpresa la declaración del presidente Karzai, a finales del pasado mes de septiembre, ofreciendo participar en el Gobierno de Kabul a dos destacados individuos muy buscados por el contraterrorismo estadounidense: el mulá Omar, conocido jefe talibán hoy en la clandestinidad, y el caudillo local Hekmatyar, responsable de innumerables crímenes.
Hay que tener presente que Karzai no hubiera formulado esa oferta sin contar con el previo asentimiento de EEUU, lo que deja en mal lugar a la política de Bush, que por un lado sigue haciendo ondear la bandera de la guerra global contra el terror, y bajo cuerda extiende la mano —a través de Karzai— al terrorismo talibán. Éste no aceptó la propuesta del presidente afgano, pues ponía como condición indispensable la salida inmediata de todas las tropas extranjeras del país, lo que Karzai no puede aceptar, ya que son éstas las que en la práctica sostienen su capacidad de gobierno, por menguada que sea.
Los países de la OTAN cuyas tropas están desplegadas en Afganistán deberían mirar con aprensión la posible entrada de talibanes en el Gobierno de Kabul. La idea no es nueva, pues ya fue propuesta en el 2003 por quien entonces era embajador de EEUU en Kabul. Tanto éste como Karzai son de origen pashtún —la misma etnia de los talibanes— y veían con buenos ojos que los talibanes “moderados” pudieran iniciar una vía de participación en el gobierno. Esto alarmó entonces a los dirigentes de las otras etnias afganas, que recordaban el despótico gobierno talibán que sometió al país a un tiránico régimen islamista durante cinco años.
La situación es, por tanto, muy delicada y puede derivar hacia extremos que hagan difícil a la OTAN continuar su misión. Afganistán no es un país homogéneo, sino una creación del colonialismo británico de finales del siglo XIX, para aislar su dominio en la India de la Rusia Imperial. Además de los pashtunes, que constituyen la mayor minoría étnica (y que pueblan también las zonas fronterizas de Pakistán), hay otros grupos que forman una mayoría no pashtún y que están vinculados con los otros países limítrofes (Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y Tayikistán). Estos grupos, ante el temor a una nueva hegemonía talibana, no vacilarían en rearmarse y seguir a sus caudillos militares locales, que podrían ser apoyados desde los citados países y desde otros Estados más o menos interesados en esta zona, como Rusia, India o China.
Habría que temer, en esas circunstancias, un recrudecimiento de los enfrentamientos étnicos afganos, ante los cuales los contingentes militares de la OTAN, incluido el español, poco o nada podrían hacer sino sufrir los graves efectos de una prolongada y sangrienta guerra civil. Los gobiernos europeos cuyos soldados prestan hoy en Afganistán funciones de pacificación y reconstrucción deberán valorar esta hipótesis y prever, en su caso, la rápida retirada de los contingentes allí desplegados.
* General de Artillería en la Reserva

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