lunes, marzo 05, 2007

Xavier Pericay, Cuestion de Estado

lunes 5 de marzo de 2007
Cuestión de Estado
Por Xavier Pericay
EL pasado 21 de febrero, la UNESCO celebró el Día Internacional de la Lengua Materna. No era la primera vez. Desde el año 2000, y atendiendo a una resolución de su 30ª Conferencia General, cada 21 de febrero la organización celebra que los seres humanos tenemos, como mínimo, una lengua materna. ¿Y cómo lo celebra?, tal vez se pregunten ustedes. Pues sin grandes alardes, la verdad: mediante debates y conferencias, y difundiendo de forma invariable un mensaje de su director general, Koichiro Matsuura, donde se suele insistir en que las lenguas han de preservarse y en que el uso de las maternas en la enseñanza debe propiciarse desde la más tierna edad. Por supuesto, Matsuura no se limita a expresar públicamente esos anhelos, sino que también apremia a los Estados miembros de la organización a que pongan en práctica en sus territorios respectivos las medidas necesarias para satisfacerlos.
Como todo el mundo sabe, España es uno de esos Estados. Pero España no tiene política lingüística. Tiene, hasta cierto punto, política educativa, y puede que tenga incluso política cultural; pero carece de política lingüística. Lo cual no significa que el Estado se desentienda de la suerte de las lenguas españolas. Difícilmente podría hacerlo: la Constitución prescribe en su artículo tercero que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección». Ocurre, sin embargo, que el Estado, confiado y generoso, delega el mandato constitucional en las Comunidades Autónomas. No en todas, es cierto; sólo en aquellas donde, aparte del castellano, existe otra lengua oficial. Y, claro, esas Comunidades Autónomas, aunque también sean Estado, desarrollan una política parcial e interesada, atenta en cada caso a una realidad idiomática particular. De ahí que en España no quepa hablar de política lingüística, y sí de políticas lingüísticas. Y de ahí que algunos gobiernos autonómicos puedan abusar, en el ejercicio de esas políticas, de la confianza y la generosidad de que son depositarios.
Ni que decir tiene que semejantes abusos se dan básicamente allí donde manda el nacionalismo. Y, sobre todo, allí donde lleva décadas mandando. El nacionalismo concibe la lengua como algo privativo, idiosincrásico, como una seña de identidad. Y no cualquier lengua, por supuesto; sólo la que el mismo nacionalismo, en sus discursos y en sus leyes, califica de propia. Para entendernos: el catalán, el vascuence o el gallego, según la Comunidad de la que estemos tratando. Esa idea de propiedad, que las formaciones nacionalistas asocian al territorio y a unos supuestos derechos históricos, y no a los hablantes -o, cuando menos, no al conjunto de los hablantes-, es la que legitima la prevalencia de un idioma sobre otro. La prevalencia administrativa, claro está, dado que fuera de allí, fuera de los ámbitos sobre los que la Administración autonómica tiene potestad -eso es, organismos públicos, enseñanza pública y concertada, y medios de comunicación públicos-, no existe otra regulación del uso lingüístico que la que alcanzan a fijar la necesidad, el interés o la simple ganancia.
Con todo, ese desajuste entre lo oficial y lo que no lo es, entre lo que se sufraga con fondos públicos y lo que sólo atiende al libre juego de las transacciones privadas, aun cuando produce cierto efecto compensatorio -puesto que el predominio de la llamada lengua propia en el campo institucional queda contrarrestado en parte por la supremacía del castellano como lengua de comunicación social-, no deja de acarrear a un tiempo serios problemas. Así, nadie duda que en Cataluña, el País Vasco y Galicia -si bien en esta última Comunidad todavía con alguna laguna, que el nacionalismo gobernante se apresta a subsanar- los dos anhelos expresados por el director general de la UNESCO se cumplen a rajatabla en lo tocante al idioma privativo de la región. Por un lado, los gobiernos autonómicos realizan enormes esfuerzos y dedican grandes partidas del presupuesto a preservarlo; por otro, el sistema público de enseñanza garantiza que ningún niño cuya lengua materna sea el catalán, el vascuence o el gallego vaya a ser escolarizado, contra su voluntad, en el otro idioma oficial.
No ocurre igual, en cambio, con el castellano. Por supuesto, en estas Comunidades no existe denuedo alguno por preservarlo, lo cual, si bien se mira, es tan lógico como intrascendente, por cuanto al idioma no le hace ninguna falta. Lo que ya escapa a toda lógica -excepto a la del nacionalismo- y resulta no sólo trascendente, sino de todo punto inaceptable, es que haya ciudadanos que no puedan escolarizar a sus retoños en castellano, siendo ésta una de las dos lenguas oficiales de la Comunidad y la materna de gran parte de la población. Dicha situación se da mayormente en Cataluña, donde la generalización por decreto de la inmersión lingüística en Primaria y el concienzudo raspado de cuantas adherencias al castellano seguían produciéndose en Secundaria, han acabado convirtiendo la enseñanza obligatoria en un cultivo exclusivo del catalán. En el País Vasco la realidad es algo distinta, así en la calle como en las aulas. Con todo, el sistema educativo, cuya estructuración inicial en tres modelos, dos monolingües y uno bilingüe, parecía atender a la libre elección de los ciudadanos, ha ido comprimiéndose con el tiempo, hasta el punto de que hoy en día ya sólo permanecen dos en activo, el monolingüe en vascuence y el bilingüe, si bien este último con una presencia cada vez más menguada del castellano. El caso de Galicia, finalmente, es el más respetuoso con la propia situación lingüística de la Comunidad, quizá porque el nacionalismo lleva sólo año y medio en el Gobierno. Aunque ese respeto, concretado hace poco en un gran acuerdo entre las tres fuerzas políticas con representación parlamentaria -un acuerdo que prevé una presencia equilibrada de castellano y gallego en los ciclos educativos obligatorios-, tiene también su lunar: la creación de una red pública de galescolas, para niños de hasta tres años, dependiente de la Vicepresidencia -del BNG- y no de la Consejería de Educación -del PSdG-, y en la que un tercio del horario semanal se va a impartir, como mínimo, en gallego. Y ya sabemos que esos mínimos, sobre todo en manos de los nacionalistas, no son nunca máximos.
En resumidas cuentas, el Estado lo tiene crudo si debe satisfacer los anhelos de Koichiro Matsuura. En España, a día de hoy, muchos niños castellanohablantes no pueden ser escolarizados en su lengua materna, lo que equivale a decir que sus padres no pueden ejercer un derecho tan básico como es el de escoger libremente el idioma en que quieren que se eduque a sus hijos -idioma que, en este caso y para más inri, es el oficial del Estado-. Y es que, en el fondo, no estamos ante un problema de lengua materna. O no únicamente. Estamos ante un problema de libertad. Lo que el Estado, en cualquiera de sus formas, ha de garantizar por encima de todo es que este derecho lingüístico pueda ejercerse en cualquier parte de España, que la oferta educativa se ajuste a la demanda y no al revés. Se trata, qué duda cabe, de una cuestión de Estado. Y lo cierto es que mal andamos si un intento tan pacato como la reciente iniciativa ministerial de introducir en la Primaria catalana una tercera hora de enseñanza del castellano ha obtenido la respuesta que ha obtenido por parte de la Generalitat. Sí, mal andamos. Y quien mal anda, mal acaba.
XAVIER PERICAY
Escritor

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