lunes, marzo 05, 2007

Manuel Rodriguez Rivero, Cumpleaños en Macondo

martes 6 de marzo de 2007
Cumpleaños en Macondo

Manuel
Rodríguez
Rivero
EN la cada vez más desmesurada e incontrolable agenda de los aniversarios literarios, este es, sin duda, el año García Márquez. Todo, incluyendo una cronología no siempre escrupulosa, conspira para ello. El gran escritor colombiano cumple hoy ochenta, su obra cumbre se publicó hace cuarenta, el Premio Nobel -el cuarto concedido a un autor hispánico- le fue otorgado hace veinte. Incluso hay quien se atreve a fijar su comienzo de escritor tal día como uno de estos, pero sesenta años atrás, una pretensión que parece excesiva incluso en una biografía como la suya, nunca autorizada y preservada celosamente de la curiosidad con una rara mezcla de discreción, cortina de humo y leyenda. Es como si la Asociación de Academias de la Lengua Española, que dentro de un par de semanas homenajeará con toda pompa a «Gabo» -ya «uno de los nuestros», pero todavía sin el premio Cervantes- durante su Congreso en Cartagena de Indias, estuviera empeñada en un escrúpulo culposo de justificación; como si los méritos del autor de la más celebrada novela en castellano desde El Quijote no fueran evidentes, y hubiera que apuntalarlos con el más compasivo y siempre inapelable apoyo del calendario. Porque, a la postre, y salvo los que nunca se arrepienten de nada, ¿quién no se merece un homenaje a los ochenta años?
De todos esos aniversarios he escogido fijarme en el que conmemora los cuarenta de la publicación, por la editorial Sudamericana, de Cien años de soledad. Y tanto por razones personales como literarias, si es que estas últimas no terminan siendo, en mi caso, de la misma estirpe que las primeras. Hace ya mucho tiempo, cuando terminé de leer por vez primera la última frase del libro -un cierre sin portazo ni violines que condensa el profundo nihilismo de la historia que nos acaban de contar-, supe que ya nunca podría volver a percibir la literatura del mismo modo. La divisoria -aquella lectura supuso un antes y un después- venía a sancionar un proceso subjetivo, quizás no del todo intransferible a otros miembros de mi generación, de progresivo desinterés por la novela que entonces se escribía mayoritariamente en España.
Uno de los efectos colaterales de la prolongada excepcionalidad del Régimen de Franco -con su secuela de censura y ausencia de libertad de expresión- es que consiguió que algunos de los más dotados novelistas de entonces invirtieran su talento en escribir narraciones de denuncia -a menudo a partir de un programa ideológico previo- que, paradójicamente, no conseguían conectar con el público al que iban destinadas y al que pretendían «concienciar». Muchos de los jóvenes letraheridos, aunque nos enfrentáramos a la dictadura con escasos resultados y más o menos dedicación y compromiso, buscábamos en la literatura algo más de lo que, en general (sería injusto no recordar, por ejemplo, Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos), encontrábamos en la más bien manoseada retórica narrativa de la ficción española de los sesenta. La mayoría de aquellas novelas eran soberanamente aburridas. Y, lo que era aún peor, antiguas.
El resplandor llegaba de América. Allí, al otro lado del mundo, pero utilizando con estimulante brío e imaginación nuestro propio idioma, se contaban de modo diferente historias diferentes. El Boom no fue, como se ha dicho, un invento de un puñado de editores en busca de un nuevo producto vendible para un mercado en expansión. Eso vino más tarde. Primero fue la aparición -a lo largo de una década prodigiosa- de una serie de novelas de un grupo de narradores (Carpentier, Sábato, Onetti, Cortázar, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, García Márquez, Lezama Lima, Cabrera Infante, Donoso) de excepcional talento y ambición, que habían aprendido mucho de Borges, Rulfo y demás tíos, padres y abuelos literarios, y se habían sacudido el pelo de la dehesa del indigenismo y del mundonovismo, no sin antes procesar críticamente muchos de sus hallazgos. Que a todos ellos les uniera un inicial entusiasmo por la Revolución Cubana -una unanimidad que duró poco y se resquebrajó definitivamente en 1971, mientras Herberto Padilla era forzado a pronunciar urbi et orbi su ignominiosa autocrítica disuasoria-, facilitó la difusión de sus libros entre la intelligentsia europea, que deseaba ver en la Cuba de los sesenta la reencarnación purificada de la maltrecha Utopía de Octubre. De ahí a la internacionalización de la narrativa hispánica sólo había un paso.
Y ese paso lo dio en 1967 Cien años de soledad, el libro que generalizó el cambio en la percepción y el consumo de la literatura hispánica en el último tercio del siglo XX. Vista con el desparpajo que proporcionan el tiempo y la perspectiva, aquella novela parece hoy una necesidad, la conclusión de un silogismo construido a lo largo de una tradición literaria -la nuestra- enriquecida por el mestizaje y el comercio con otras. Y esos méritos excepcionales no supusieron, desde luego, que el maestro colombiano bajara después el listón: desde entonces ha publicado por lo menos otras tres obras maestras, lo que desmiente que aquella cumbre agotara o dejara mermados sus recursos creativos. Aunque, en el fondo, García Márquez sea, como tantos grandes autores -de Proust a Faulkner, de Beckett a Bernhard-, autor de un solo libro que se ha substanciado a lo largo de su carrera en distintos avatares narrativos.
Cien años de soledad fue redactada en dieciocho meses febriles, pero su gestación -como ocurre con los mitos- tuvo lugar a lo largo de mucho tiempo. Desde la Aracataca natal de García Márquez a nuestro Macondo, se despliega un complicado camino de procesamiento y mitificación de materiales fijados en la infancia y adolescencia del escritor y trabajados a lo largo de los años, antes de que en La hojarasca (1955) obtuvieran su primera manifestación literaria. Esa lenta maduración -de materiales, de lenguajes, de técnicas, de punto de vista- explica la maestría con la que el relato logra la inmediata -a la vez que perentoria- suspensión de la incredulidad que su lectura exige. El lector se abandona, desde ese primer párrafo que nos remite a la vez hacia atrás y hacia adelante, a un hipnótico torrente narrativo por el que le conduce un taumaturgo omnisciente a través de un tiempo y un espacio subvertidos, distorsionados, que lo ponen constantemente a prueba. Como sucede en los libros de caballerías o en sus primos hermanos literarios, las Crónicas de Indias, el lector se sumerge en un mundo en que lo maravilloso y lo cotidiano ya no son distintos, aunque ambos nos hablen de la realidad más real. Fábula, mito, leyenda, historia, se funden en esa tan colombiana, latinoamericana y universal reinterpretación del mito del Paraíso Perdido que desde la Biblia llevamos metido tan dentro.
Cuarenta años después, la relectura de la incandescente saga de Macondo, de sus fundadores Buendía y de sus atrabiliarios descendientes -cuyos nombres se repiten a lo largo de un siglo aciag- sigue produciendo placer y mostrando tesoros ocultos. Si leer, como decía el viejo Leo Spitzer, es haber leído, ahora la leemos mucho mejor. Y ese es el más cabal motivo -más que los años y los premios y la culpa- para homenajear al escritor colombiano. Y a Macondo, esa patria sin banderas, ni fronteras, ni nacionalistas excluyentes que todos sus lectores tenemos en común.

No hay comentarios: