domingo, marzo 04, 2007

Manuel de Prada, Yo soy Shrek

lunes 5 de marzo de 2007
Yo soy Shrek

Sin mi hija Jimena probablemente no lo habría descubierto. En realidad, las películas de dibujos animados siempre fueron mi asignatura pendiente: conocía los clásicos de Walt Disney y poco más, siempre había mirado con una pizca de engreimiento aquellas historias pobladas de animales antropomorfos, hadas y demás criaturas fantasiosas, siempre había repudiado los argumentos demasiado ñoños, las resoluciones demasiado simplistas, las canciones almibaradas que interrumpían la acción sin venir a cuento. Gracias a mi hija Jimena, descubrí que también había películas de dibujos animados que no eran en absoluto ñoñas, ni simplistas, ni almibaradas; y descubrí, sobre todo, a un personaje que en mi imaginario sentimental ocupa ya un lugar olímpico, más encumbrado aún que los sargentos de John Ford. Me estoy refiriendo, naturalmente, al ogro Shrek, la criatura más fascinante, rica en matices y gozosamente humana del cine contemporáneo. Después de haber visto treinta o cuarenta veces las dos entregas de la serie ya puedo decir, imitando a Flaubert: «Yo soy Shrek». Y, por supuesto, mi hija Jimena es Fiona, su amada ogra u ogresa. Yo soy –lo confesaré– de los que ha llorado viendo la secuencia final de la segunda parte de Shrek, cuando Fiona tiene la posibilidad de convertirse de nuevo en la bellísima princesa que antaño fue y prefiere seguir viviendo en la ciénaga al lado de su amado ogro. Es una de las mayores cimas del cine contemporáneo y también una de las más hermosas bofetadas a lo que nuestra época nos vende como un paraíso terrenal: la exaltación de la belleza física y la servidumbre a unos cánones estéticos bastante gilipollescos. La figura de Shrek es subversiva, deliciosamente ácrata, disolvente como el aguarrás de toda esa cochambre que hemos dado en denominar «políticamente correcta»; ese ogro brutote y gruñón que esconde pudorosamente un corazón que no le cabe en el pecho (y es que los ogros, como las cebollas, tenemos capas) es una criatura emocionante, mucho más emocionante que cualquiera de los personajes paliduchos, amorfos, invertebrados que pueblan el cine contemporáneo. Un día, mientras jugueteaba con mi hija Jimena, remoloneando ambos entre las sábanas, ella se encaramó a mi panza y me lo dijo: «Tú eres Shrek». Ningún piropo me hubiese trastornado tanto, ninguna declaración de amor me hubiese transmitido mayor júbilo que aquellas tres palabras; una vez repuesto de la impresión, le respondí: «Y tú eres Fiona». La sonrisa cómplice, arrebatadoramente cómplice, de Jimena me elevó hasta el cielo de las mitologías. Éramos Shrek y Fiona, juntos hasta la muerte, decididos a defender nuestro amor contra príncipes lechuguinos y hadas malignas. Nos llamamos así en secreto, Shrek y Fiona, y sólo nos interpelamos por nuestros nombre de pila cuando nos hallamos entre desconocidos. Vivimos en la ciénaga, peleamos contra los soldados del príncipe, empeñados siempre en raptar a Fiona, de vez en cuando nos hacemos una escapadita al reino de Muy, Muy Lejano, para escandalizar a propios y extraños con nuestros modales rústicos y plebeyos (incluso nos tiramos eructos), de vez en cuando atravesamos el bosque, en compañía de Asno o el Gato con Botas, en busca de aventuras de solución incierta. Por supuesto, estamos casados por la Santa Madre Iglesia y nos guardamos una fidelidad a prueba de putones verbeneros: en realidad, que yo guarde fidelidad a Fiona carece de mérito, puesto que mi estampa no es de las que provocan deliquios y arrobamientos entre la población femenina; pero que Fiona me la guarde a mí, viéndose requerida por los más apuestos caballeros y los más encumbrados príncipes, constituye un milagro por el que cada día doy gracias al cielo. A veces también le pido al cielo que detenga el universo físico, para que Fiona y Shrek puedan seguir disfrutando de su idilio por los siglos de los siglos, ajenos a las contingencias del tiempo, ajenos a las asechanzas que conspiran contra su amor. Todavía no me ha sido concedido este don; pero no desespero de alcanzarlo. Cuando los negros pajarracos de la zozobra sobrevuelan nuestra ciénaga, me pregunto si llegará el día en que Fiona se avergüence de ser la chica de Shrek y se fugue con alguno de los pretendientes que se la disputan. Entonces la abrazo fuerte, hasta casi estrujarla, como sólo sabemos abrazar los ogros, y le pregunto: «¿Me querrás siempre, Fiona?». Y ella, invariablemente, me responde: «Siempre, Shrek, aunque te hagas viejito. Y después también, en el cielo». Entonces cierro los ojos, saboreando las delicias de ese idilio eterno. ¡Que se preparen las huestes celestiales!

No hay comentarios: