lunes, marzo 19, 2007

Manuel de Prada, Criticos

lunes 19 de marzo de 2007
Críticos

Con frecuencia me preguntan cuál es la reacción que provocan en mí las recensiones críticas de mis obras. Probablemente se trate de una pregunta banal, de puro chismorreo literario (ya se sabe que el creador suele mantener una relación tempestuosa con quienes enjuician su trabajo), pero después de haberme visto obligado a responderla cien o doscientas veces he llegado a comprender que, al hacerlo, estoy en cierto modo reflexionando sobre la naturaleza de la creación. Hubo un tiempo en que contestaba, desdeñoso: «Absoluta indiferencia»; por supuesto, se trataba de una afirmación falsa, lastimadamente falsa, a la que me movían el despecho o la ira mal contenida (habría que precisar que he recibido muchas más críticas reticentes, o incluso belicosas, que ditirámbicas). En realidad, cuanta más indiferencia afectaba, más influían aquellas críticas sobre mi carácter. Hubo un tiempo en que una crítica poco complaciente bastaba para amargarme durante semanas: aunque procuraba no leerlas más que una vez, quedaban grabadas en mi memoria como afrentas; su capacidad de aflicción era innumerable. Del mismo modo, una crítica elogiosa bastaba para mantenerme encaramado en una nube de vanidad durante semanas; y si bien la huella que dejaba su primera lectura en mí era indeleble, la releía una y otra vez, como si se tratara de una plegaria que fortaleciese mi vocación. Paradójicamente, la primera vez que empecé a cuestionar el efecto desmesurado que las críticas ejercían sobre mi ánimo no fue porque me tropezara con una crítica destructiva, sino por el contrario con una que trataba de ser entusiasta. Al reseñista le había gustado sobremanera uno de mis libros; y en su júbilo me emparentaba con escritores que yo nunca había leído, y me atribuía intenciones y preocupaciones que no se contaban entre las distintivas de mi universo. Mi primera reacción fue, casi instintivamente, vanidosa; pero enseguida, un poco abochornado, me pregunté: «¿De qué demonios te estás envaneciendo?». Aquella reseña no estaba hablando de mi libro, mucho menos del hombre que lo había escrito; el crítico había proyectado sobre la lectura un caudal de impresiones ajenas a la lectura misma. Algún tiempo después, me ocurrió que otro crítico, empujado por una ojeriza frenética, trataba de demostrar que un libro mío era un alarde de cursilería; pero, para ejemplificar su aserto, tomaba un par de líneas en el que yo citaba de forma literal (sin mencionar a su autor) unos versos de uno de los más hermosos y célebres sonetos de la literatura española, aquel de Aldana que comienza: «¿Cuál es la causa, mi Damón…?». El plumífero se hacía cruces de que, para describir el acto amoroso, utilizase símiles tan amanerados y grotescos como los que Aldana utiliza en su soneto, presumiendo que eran creación mía; la ofuscación (y la ignorancia) lo llevaban a proferir todo tipo de denuestos y chascarrillos sobre mi incontinencia verbal. Piadosamente, le remití una fotocopia del célebre soneto que había propiciado sus exabruptos; nunca obtuve respuesta. Hubo un momento crucial en que yo también empecé a escribir reseñas de obras literarias; descubrí entonces que el único modo honesto de aproximarse a un libro y enjuiciarlo sin ofuscamiento consistía en prescindir de las circunstancias ajenas al propio libro. D’Annunzio escribió en cierta ocasión que la crítica era «el arte de hacer disfrutar del arte». El crítico ha de ser un médium que transmite a otros una experiencia estética, convirtiendo esa transmisión en una experiencia estética en sí misma. ¿Qué sentido tiene escribir sobre un libro que no nos ha gustado? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene emplear ese libro como coartada para evacuar nuestra animadversión sobre tal o cual autor, o para endilgar a otros nuestras particulares concepciones estéticas o ideológicas? Aunque viviéramos cien años, nunca llegaríamos a leer todos los libros que podrían gustarnos; mucho menos alcanzaríamos a glosar su belleza. ¿Para que envilecernos entonces despedazando libros que no nos interesan, o que no entendemos, o que simplemente no llegan a procurarnos ningún placer? Siempre he pensado que escribir sobre ellos es una pasión estéril, tan ruin como la del enfermo que, en su encono, desea contagiar a quienes aún están sanos su enfermedad.

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