lunes, marzo 12, 2007

Manuel de Prada, Bajo la lluvia

lunes 12 de marzo de 2007
Bajo la lluvia

Por la zona en la que vivo, en el centro de Madrid, abunda cierto tipo de locales presentados como clubes de striptease que seguramente escondan casas de lenocinio. Son locales que exhalan una tristeza de varaderos donde se pudriese el cadáver de una sirena; sus letreros de neón parpadean en medio de la noche, como si lanzaran un mensaje desesperado, casi moribundo, en código morse. Alguna vez me he detenido ante la entrada de uno de estos clubes; suelen entorpecerla unos cortinones de un terciopelo ajado, de un color indiscernible, entre parduzco y burdeos. De su interior brotan unas vaharadas que mezclan el perfume de garrafón y el hedor de la nicotina agria, una atmósfera estabulada, voluptuosa y repugnante a un tiempo, que antes de disiparse en el aire nocturno golpea al transeúnte con su bofetada viscosa. Por las calles colindantes, muchachos de aspecto más bien disuasorio, oscurecidos por la mugre de la derrota, reparten entre los paseantes invitaciones o salvoconductos para entrar en estos locales, casi siempre con el reclamo de una segunda copa gratis; acompañan su ofrecimiento de un mismo estribillo que se pretende incitador: «Chicas, chicas guapas». De vez en cuando pasan por el lugar cuadrillas de hombres con ganas de farra y voz aguardentosa, como sementales en día de asueto, que se aprovisionan de estas invitaciones o salvoconductos; también hombres solitarios, emboscados de clandestinidad y pecados pútridos, que miran de soslayo antes de aceptar la cartulina que les tienden, como si temieran que alguien los espiase desde alguna esquina próxima. Desde hace ocho o nueve años –los mismos que llevo viviendo en la zona–, aunque procuro que mi apariencia no sea la de uno de estos hombres con ganas de farra o emboscados de clandestinidad, siempre que paso por el lugar un muchacho se me acerca tendiéndome una de estas invitaciones o salvoconductos; suelo entonces acelerar el paso, soliviantado o esquivo, pero el abordaje se repite día tras día. Tal vez los repartidores de invitaciones piensen que todo hombre acaba, tarde o temprano, convirtiéndose en cliente probable de esos locales; tal vez, lamentablemente, no les falte razón. Desde hace unos días, en el nacimiento de mi calle, junto a la plaza de Santo Domingo, al abrigo de una ferretería que hace chaflán, se ha apostado una joven eslava que también reparte estas invitaciones. Quizá el dueño del local donde trabaje haya pensado que constituye un reclamo más eficaz y persuasivo que los hombres de mirada cetrina que pululan por los alrededores. Es una joven de apenas veinte años, de rostro muy pálido, de pómulos que habrían sido patricios si no los demoliese el hastío o una secreta angustia, de ojos azules, grandes como los de esas imágenes de los iconos bizantinos, unos ojos que ya se han olvidado de segregar lágrimas, compungidos y como avergonzados de su dolor. Me basta mirarla por un segundo para leer los pormenores de su biografía, también para imaginarme las circunstancias en que fue reclutada para este oficio indigno, que seguramente sólo será el preámbulo de otro aún más indigno que la obligarán a ejecutar en los reservados del local donde trabaje. La otra noche, cuando volvía a casa, llovía desganadamente sobre Madrid; la joven eslava tenía el cabello apelmazado, las facciones más pálidas que nunca, el rímel de las pestañas corrido; parecía un cordero que hubiese perdido las ganas de balar, una cigüeña con las alas quebradas que se hubiese caído del nido. Tenía las manos refugiadas en los bolsillos de su cazadora; tal vez estuviese tiritando. Al pasar a su lado, sentí como si todo el dolor del planeta, el innumerable dolor del planeta, se agolpase en sus ojos; era un dolor más antiguo que el lenguaje, más antiguo que la carne, un dolor que abarcaba milenios, hasta refugiarse en el barro primigenio con que fuimos hechos todos los hombres. Pensé que esta impresión se disiparía en cuanto me refugiase en el calor plácido del hogar; pero durante toda la noche el dolor de aquella mirada siguió clavado en mi conciencia, como una espina candente. No pude conciliar el sueño; de vez en cuando me asomaba a la ventana, para comprobar que la lluvia desganada seguía cayendo sobre Madrid, para comprobar que la muchacha seguía apostada en el chaflán de la ferretería, para comprobar que su dolor innumerable seguía habitando el mundo, anegando el mundo, avergonzando al mundo. Mientras escribo estas líneas, ese dolor innumerable me hostiga, me increpa, crece dentro de mí como una enredadera. Respiro, y el dolor se funde con mi aliento. n

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