lunes, marzo 05, 2007

Jose Vilas Nogueira, La banalizacion del mal

lunes 5 de marzo de 2007
JOSÉ VILAS NOGUEIRA
memoria de los días
La banalización del mal
En 1961, Hannah Arendt se desplazó a Jerusalén para seguir el juicio a Eichmann, uno de los mayores carniceros del Holocausto. Recogió sus crónicas para el New Yorker en un libro, publicado dos años más tarde, que lleva como subtítulo Un informe sobre la banalidad del mal. Pese a su origen periodístico, el libro dista de ser, valga el juego de palabras, banal. Supone un importante punto de inflexión de los intereses de la autora. Sintéticamente, podría decirse que su preferencia se desplaza de la naturaleza de la acción política a la de naturaleza del juicio moral de los sujetos implicados en ella.
Como se pueden figurar, la expresión "banalidad del mal" no significa que Hannah considere los horribles crímenes de los nazis cosa habitual, carente de importancia. La provocativa expresión no se refiere a las acciones (¿cómo va a ser trivial asesinar a seis millones de personas?), sino a la voluntad (más propiamente "el juicio moral") que las precede. Frente a la descripción habitual de las atrocidades nazis como fruto de una perversa voluntad de mal, de un placer asesino, Arendt propone una interpretación menos truculenta, y mucho más inquietante. La gente puede cometer muchos y horrendos crímenes, no por voluntad de mal, sino por debilidad del juicio moral. El "talante", el "diálogo" pueden ser poderosos agentes criminógenos. Para los hemipléjicos, que sólo conservan plena funcionalidad en su lado izquierdo, cabría recordar que, salvadas las diferencias de género y de calidad moral del autor, la tesis no difiere de la de Bertolt Brecht en La buena persona de Sezuán.
Eichmann, en opinión de Hannah Arendt, no era una mala persona. Simplemente, no pensaba, no juzgaba moralmente. O sea -digo yo-, no era persona. Era un mero rol, un papel social. La banalidad del mal en Eichmann era de la especie burocrática. Cumplía irreflexionadamente las políticas que el Gobierno establecía, ejecutaba las órdenes que le daban. Su valoración, la consideración de sus efectos, la representación de las consecuencias que sus actos tenían para sus destinatarios, le escapaban. Él era sólo un burócrata. ¿Cómo pedirle, entonces, el diálogo interno consigo mismo, que constituye el juicio moral?
La ETA no ha asesinado a seis millones de personas; sólo a unas mil. Tampoco está mal. La población del País Vasco no llega al 3% de la Alemania. Además, los marxistas-leninistas vascos no han conquistado el poder (antes de 1933, los nazis apenas habían matado a nadie). Pero el Gobierno de la nación y los partidos y medios de comunicación que lo soportan se muestran, desde el 11 de marzo de 2004, crecientemente comprensivos con los crímenes etarras. Suelen seguir condenando verbalmente sus crímenes, pero cada vez con menos vigor y, además, en política lo que vale no es lo que se dice, sino lo que se hace.
¿Cómo se entiende esto respecto de gentes que ni son criminales, ni son nacionalistas? La explicación se halla también en Arendt, en la banalización del mal, pero ahora ya no de especie burocrática, sino partitocrática. La devoción al partido, en un sistema partitocrático, aniquilada de raíz la posibilidad del juicio moral individual. Los mismos que se escandalizan ante los crímenes, reales o supuestos, del enemigo, aceptan ciegamente los peores cometidos por el propio partido. Con la misma ceguera voluntaria con que Eichmann aplicaba las órdenes del Führer, aplican ellos las consignas de su jefe de partido.
El Gobierno y sus socios han resucitado la guerra civil. No hay escenario más propicio para la banalización del mal.

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