miércoles, marzo 07, 2007

Ignacio Camacho, Otro occidente

miercoles 7 de marzo de 2007
Otro accidente
POR IGNACIO CAMACHO
VAN tres. Bajo la alharaca del Proceso y el fragor de la rabia ciudadana, bajo el turbión alborotado de las protestas y el sofocante sentimiento de la infamia, ha asomado quedamente el borroso perfil del tercer muerto de la tregua. Ambrosio Fernández Recio, 79 años, vecino de Mondragón; dos meses de lenta, silenciosa agonía pulmonar tras inhalar el humo de un incendio provocado por los «chicos de la gasolina» en el inmueble de su vivienda. Ocurrió en la víspera del Día de Reyes, cuando Zapatero aún zozobraba bajo el shock de la bomba de Barajas, recién salido del perplejo, ominoso, vergonzante mutismo de Doñana.
Ambrosio no tendrá funerales de Estado, ni nadie pondrá sobre su féretro una bandera. Su vida de jubilado se ha escurrido en la UCI de un hospital de Vitoria por los márgenes del camino triunfal hacia «el fin de la violencia», arrebatada entre una nube de humo tóxico que envenenó su débil tórax de anciano. Como Estacio y Palate, los dos ecuatorianos que dormían en el aparcamiento de la T-4, Ambrosio estaba en un lugar inoportuno a una hora inadecuada.
Como aquellos dos chicos de Ecuador, ignominiosamente pasaportados a su tierra para que no estorbasen la retórica triunfal de la pazzzzzzz zapateriana, Ambrosio Fernández ha muerto en un limbo de realidad virtual decretada por los chamanes de la política. Su muerte es un infortunio sobrevenido, una eventualidad desgraciada, un daño colateral, un «accidente». Estamos en tregua, luego no hay atentados, luego no hay víctimas. Los incendiarios que quemaron su casa no tenían voluntad de matar, y la kale borroka es terrorismo de baja intensidad para «consumo interno». Todo resulta, pues, un lamentable error que ni siquiera han lamentado los profesionales del eufemismo, esos virtuosos próceres del circunloquio expertos en maquillar de optimismo los ángulos más afilados de la evidencia.
Acaso un día de éstos, un funcionario de Interior visitará a los familiares del anciano y con gesto de pesadumbre y expresión contrita les comunicará que su deudo va a recibir a efectos indemnizatorios la consideración de víctima del terrorismo. Luego les pedirá que no armen jaleo, que sean prudentes, que no desestabilicen el marco esperanzado de un futuro sin violencia. Que no estorben. Porque en este horizonte de falacias repetidas, en esta atmósfera hipócrita de cuento de hadas, en este carnaval de embustes en el que los asesinos se disfrazan de hombres de paz, lo importante es que nadie estorbe el designio iluminado de la impostura. Que los atentados se conviertan en accidentes, que las víctimas se transformen en contratiempos, que los verdugos se vuelvan inocentes y que los muertos desfilen en silencio por los rincones más sombríos de una Historia que no les pertenece.
Como todos los muertos de la Tierra,/ como todos los muertos que se olvidan/
en un montón de perros apagados»
(F. G. L.)

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